Foto archivo

El escritor venezolano Ali Lameda fue un activista del comunismo y de las letras que se armó de su poesía para recorrer el mundo y tratar de cambiarlo. Su sed de mejorar la humanidad lo llevó hasta Corea del Norte, donde el sino le jugó una mala pasada y terminó en los temidos campos de trabajo de Kim Il-sung.

Pero su historia, como las buenas novelas, comienza en un pequeño pueblo, Carora, en el corazón agrícola de Venezuela. Un cruce de caminos entre dos de las mayores ciudades del país, Maracaibo y Valencia, que poco hacía presagiar que sus pasos le llevarían a ser el primer extranjero en dar testimonio de la crueldad en uno de los países más herméticos del mundo.

Como él mismo dijo a Amnistía Internacional (AI), en un testimonio que todavía hoy sorprende a propios y extraños, para comprender sus experiencias como preso político en Corea del Norte es necesario saber cómo terminó a casi 15 mil kilómetros de su país natal azotado por un frío impropio para un caribeño.

Nació en 1924 y, como todos los nacidos en esa época, vivió el impacto de la II Guerra Mundial y el nacimiento de la Guerra Fría, un conflicto que cautivó al joven Lameda y le marcó su vida.

UNA CONFESIÓN PERO ¿DE QUÉ?

«Me llevaron a una celda y fui interrogado por las autoridades. Me exigían que confesase, en ocasiones me sacaban al mediodía y no me permitían volver hasta la medianoche, durante ese tiempo era continuamente interrogado», explicó Lameda a AI años más tarde.

«El hambre era usado como un mecanismo de control. No nos daban nunca más de 300 gramos de comida por día a cada prisionero. Las condiciones de la prisión eran pésimas. No se podía cambiar la ropa por años ni los platos de comida», aseguró el poeta en el único verso que no pensó escribir.

Desde allí, lo único que podía hacer era componer poemas en su cabeza y recordar que, aunque en un principio trató de formarse como médico en Colombia, el marxismo y las letras ya le habían cautivado, así que lo dejó todo y se marchó a Checoslovaquia, donde se hizo traductor profesional.

Quizás desde su celda recordaba a Vitezslav Nezval, Stanislav K. Neumann o Svatopluk Cech, que tradujo del checo, o los poemas de Rimbaud, Valery, Mallarmé, Baudelaire que también puso en lengua la lengua de Cervantes.

COMIDA PARA ANIMALES

«La comida que te dan en prisión solo es apta para animales. Durante meses, a los prisioneros les privan de la comida adecuada. En mi opinión, es preferible ser golpeado aunque sea posible que te hagan papilla los dientes y resistir los golpes físicos. Que te mantengan continuamente pasando hambre es peor». La realidad le sacaba rápido de sus poemas en la prisión.

Y frente a él, una crudeza para la que ningún poema de Rimbaud le había preparado, los guardias ajenos y convencidos de la necesidad de humillación: «No me pegaban o torturaban como sí hacían a los otros. Sin embargo, un guarda una vez me golpeó y pegó con sus botas, pegándome también en los pies descalzos que estaban fuertemente hinchados».

«Me pegó puñetazos y patadas solo por no haberle saludado o algo así», le explicó Lameda a AI.

UN TRADUCTOR AL SERVICIO DE UN SUEÑO

Poco que ver con el gran sueño de un poeta que llegó a Corea del Norte en 1966, preparado para llevar al mundo las palabras de un hombre por el que comenzaba a sentir admiración, Kim Il-sung, por su lucha contra EE.UU. y el capitalismo.

Transferido al Departamento de Publicaciones Extranjeras, le dieron notables privilegios. Vivía con su pareja en un apartamento en el Hotel Internacional de Pyongyang y contaba con un vehículo para él con chófer, una vida que él mismo calificaba como «de gran confort».

Inspirado por Corea, compuso un libro completo «-Los Juncos Resplandecidos»- dedicado a la lucha vietnamita y en especial a Ho Chi Minh.

También quedó fascinado por sus trabajadores: «El pescador de Corea dice que el mar es bravo, que son sus espumas como crines coléricas, sus gotas como dardos ardientes; sus resuellos, amargos dentellazos».

Así comenzaba el último poema que escribió antes de ser detenido en 1967: «Mi arresto fue una completa sorpresa. Apenas tres días antes estuve en una gran cena ofrecida por el director del Departamento (quien, creo, fue arrestado posteriormente en conexión con las acusaciones hechas contra mí)».

Acusaciones de las que nunca supo nada.

LA SEGUNDA DETENCIÓN

Esa primera experiencia duró un año, sin saber ni por un segundo las razones de su arresto. A la salida fue a su apartamento, compartió sus penas con su pareja y la acompañó para que saliera del país y volvió para empacar y seguir sus pasos. Le estaban esperando.

«Pregunté por qué me detenían por segunda vez y me respondieron: ‘Ya sabes por qué'». Al parecer no les habían gustado los comentarios que hizo a su pareja sobre su primer año preso.

Tras un juicio propio de ópera bufa, le informaron que sería transferido a un campo de trabajos forzados, Suriwon, donde estuvo seis años más, Nunca tuvo contacto con su familia ni con sus amigos aunque se lo prometieron.

Allí, trabajando como esclavo, compartió su vida con otros seis mil  presos, algunos culpados de delitos «burgueses» tan peculiares como ser fumadora. Entre ellos estaba un francés tan internacionalista como él, Jacques Sedillot, veterano de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española.

Aunque quizá no lo supo, AI comenzó a mover los hilos y contó con un aliado insospechado, el presidente rumano Nicolae Ceausescu, clave en su liberación.

En 1974, su infierno terminó. Consiguió salir del campo y volver a donde todo comenzó, su Venezuela natal y en la que vivió hasta su fallecimiento en 1995. Allí, confesó en una entrevista con El Nacional que trataba de recomponer su vida y su activismo con el Partido Comunista.

Y eso para un poeta solo puede significar una cosa: «Estoy rehaciendo un libro sobre la mitología venezolana que perdí en Corea, casi no he podido escribir en estos años», dijo entonces como un puñetazo directo a la conciencia.




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