Fue una buena conversación. Un diálogo sincero entre dos personas con desencuentros constantes. Hablamos claro y fluido con la vehemencia del que sustenta sus afirmaciones en lo que cree. Allí no había lugar a concesiones, mucho menos a una capitulación por mas honrosa que fuera. Y es que el sujeto, debo decir, hablaba con su guión, que aunque sin mayores variaciones desde la última vez, estaba en conexión con su ser, su propia existencia, orígenes y transitar.

Donde no pudimos acordarnos fue en la forma. El defendía el capitalismo de estado, la intervención permanente, el régimen tutelar. Le dije que esas tesis solo han traído miseria a la humanidad. Pues si se cree en la necesidad de proteger a los grupos vulnerables ello debe ir acompañado con una franca ruptura del mito de la explotación. Expuse mis argumentos: la libertad de prosperar, de hacer riqueza sobre lo adverso del medio, es lo que ha hecho que naciones que vivieron tiempos oscuros sean hoy poderosas.

Después de un silencio entre ambos llegaba el hastío de la inutilidad. Luego de un apretón de manos se marchó con el paso lento del hombre acosado por la renuencia a aceptar una realidad evidente. La que vivimos a diario y que el mismo sufre, la que constata su conciencia aunque su orgullo de revolución vetusta le impida aceptarla. Nos volveríamos a ver, quizás muy pronto.

A mi regreso recordé la enseñanza de un querido maestro. Cuando no hay movimiento todo se corrompe y muere, se estancan las aguas, comienza a oler distinto. Ese es el efecto que producen los diques. No hay caudal que corra, no hay iniciativa que convenza en esta crisis de credibilidad. Las convocatorias no llenan, no inspiran, hace tiempo dejaron de hacerlo.

Ahora, en esa dinámica, en la defensa de la libertad misma, nuestra, de ellos, está el camino del reencuentro. Si hay que emigrar hay que hacerlo del ostracismo, de la repetición de los guiones, de las comedias bufas, del oscurantismo que cubre nuestras convicciones.

El compromiso es abrir surco para que esas aguas vuelvan a correr. Para que rieguen e inunden. Nos hace falta atrevernos a romper presas como nación. Ya el estancamiento no da oxígeno al pez, no atrae a la garza, ni a la rana ni al sapo, solo prosperan moscas y zancudos.

Somos cauce para una nueva causa. Aguas abajo podemos hacer los abrevaderos que calmen la sed de los que vienen del desierto, del exilio, de la diáspora. Porque si hay lugar para el desencuentro que sea con la hostilidad del radical, con la tibieza del inconstante, con la frialdad del cuestionador.

Se nos presenta una encrucijada donde el camino bifurca en ser o no ser parte del cambio. Primero interior, antes de actitud. Hasta en el espíritu más contaminado con odio habrá siempre un momento para lo sublime que replantea la revisión de la propia ruta.

Vuelvo a ti vieja inspiración. Hoy te abrazo y nos unimos en un acto de amor, de renovadas horas de emoción. Se gesta una nueva criatura. Yo pongo la semilla tú el vientre fecundo. Una chispa estalla dentro de tu pureza. Estaré contigo cuando alumbres ese nuevo ser, el que esperamos en libertad plena.

Veo un claro al frente en la sabana. Estas allí como la primera vez. Saltas de entusiasmo como niña enamorada. Has regresado en medio de la tormenta de mi alma. Vienes a quedarte porque no quieres dejarme de nuevo. No lo hagas, nunca más.

 

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

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Vuelvo a ti

Lucio Herrera Gubaira.

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