Una de las acepciones del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) para la palabra “partido” es: “Conjunto o agregado de personas que siguen y defienden una opinión o causa”. En ninguna parte se lee que esas personas siguen o defienden a una misma y única persona, como si ésta fuera un nuevo profeta que acabará con los
males de todos los hombres. Y de las mujeres, para estar a la moda con lo de la igualdad de géneros.

Los venezolanos que ya teníamos uso de razón cuando Pérez Jiménez recordamos a un líder que, derrocado aquel dictador y en plena efervescencia de la nueva etapa democrática, usaba expresiones como “Yo y mi partido” en sus concentraciones de seguidores, poco nutridas, por cierto. En aquellos años de renacimiento, prometedor pero pronto frustrado, de un verdadero sistema democrático, los partidos políticos cumplían con la definición de la RAE: uno era socialdemócrata, el otro socialcristiano, aquél marxista-leninista, y los inscritos en cada uno de ellos eran seguidores de esas causas y doctrinas, y respetaban y acataban, pero sin rendir culto a sus personalidades, a sus dirigentes y sus
decisiones. Y sus candidatos para cargos públicos eran miembros de esos partidos, destacados y de capacidad comprobada y no “outsiders” escogidos por su carisma o popularidad momentánea, ganada a base de maquillaje publicitario, o simplemente por gozar de la anuencia del pueblo gracias a su natural simpatía, su habilidad para rasgar
las cuerdas de un cuatro, saltar un charco sin ensuciarse los zapatos, o lucir un bonito uniforme con una boina roja. Es decir que, como otrora, un personaje, carismático y hábil en el manejo del instrumento musical, los dirigentes utilizaban al candidato como instrumento para llegar al poder.

Durante la Revolución Francesa se acuñó lo de izquierda y derecha para distinguir a los partidos revolucionarios de los conservadores por los sectores que ocupaban en la Asamblea, y esta nomenclatura ha perdurado, a pesar de que la frontera entre los territorios se ha desdibujado al abandonar los partidos las bases filosóficas sobre las que se
apoyaban.

Dirán algunos lectores que esos conceptos de “izquierdas y derechas” es ya obsoleto y que ahora hay otras definiciones. Pero en nuestro país esas definiciones, obsoletas o nuevas, no se ven por ningún lado. Aquí son los de Bernabé, los de Henry y los de Henrique, los de Leopoldo o los de Julio, y nadie sabe si tienen algún programa de gobierno además del obvio: salir de Maduro y todos sus matones. Indefectible pero no el todo.

Al final tenemos una oposición atomizada, divorciada de los ya arcaicos conceptos de izquierda y derecha, y casada con el concepto “yo y mi partido”, con unos cuantos seguidores de autoproclamados líderes que luchan entre sí para escalar posiciones, olvidando al verdadero enemigo, que disfruta contemplando esa especie de pelea de botiquín en que se ha convertido la lucha por la candidatura que enfrentará al usurpador en unas elecciones que, dicho sea de paso, todavía tampoco deciden si las organizará un CNE que no merece la confianza de los votantes, o si será una consulta popular dirigida por los mismos que quisieran arrimar la sardina para su sartén.

Los venezolanos deseamos liberarnos del yugo cubano-ruso-iraní, mientras luchamos por conseguir comida, medicinas, salarios, hospitales y escuelas dignos y suficientes, pero en este mar de angustias buscamos una tabla de salvación, y sólo conseguimos astillas.




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