Edmundo González Urrutia se fue para España. No de vacaciones ni de chamba ni a visitar familia. Se fue exilado, deportado, expulsado por haber ganado las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio. Se fue porque lo buscaban para meterlo en la cárcel por un delito de esos “libra por todos” que se inventa el régimen: incitación al odio, terrorismo, intento de golpe, hablar mal del gobierno; lo que sea, que al final lo que cuenta es la orden de los mandamases y su política de meter miedo para contener la presión de la gente.
¿En qué país, aparte de Venezuela, ocurre que se hacen unas elecciones, pierde el incumbente por paliza, se ofrecen pruebas irrefutables de que perdió y la respuesta oficial es una bota pisoteando al soberano con cárcel, tortura o plomo para los que protesten, y el asedio extremo al presidente electo y su equipo? Recuerda uno los tiempos del gorilaje en el cono Sur de América o los de Chapita Trujillo, o el ugandés Idi Amín y sus excentricidades y barbarazos. A ese nivel está el juego político en la antigua república que alguna vez –el siglo pasado- vivió 40 años seguidos en democracia.
El régimen, desde su punto de vista, tenía que deshacerse de Edmundo González, porque el nuevo presidente representaba para el chavismo el cuerpo del delito –el delito del chavismo, se entiende- paseándose por sus dominios. EGU les recordaba la trampa con estridencia cada vez que salía en las redes sociales mientras estaba en el país, y por eso armaron una maniobra para silenciarlo. Un plan perverso que comenzó con las citaciones a los tribunales, siguió con la orden de aprehensión, continuó con el asedio a la embajada de Argentina para intimidarlo -en su condición de refugiado en la sede de los Países Bajos- y terminó con una negociación, de la que no hay mayores detalles, en la que se acordó el salvoconducto y el posterior viaje a España.
A mucha gente se le movió el piso con el exilio del nuevo presidente. En las redes y en los contactos personales se notaba decepción, frustración, rabia y un deja vu originario que traía al presente las varias veces que ya estaba listo el ahora si… pero resultaba que siempre no. Con los días la oposición comenzó a sacudirse el polvo, a aceptar el golpe –que fue neto al hígado y dolió- y a levantarse para seguir la pelea.
En esta última semana se han logrado avances en el plano internacional, como la declaración de las cortes españolas, las sanciones a los responsables del sainete electoral y de la represión, la declaración de la ONU respaldada por más de 50 democracias en donde se reconoce la validez de las actas mostradas en línea por la Plataforma Unitaria (PU), y varias otras manifestaciones que indican que el régimen está muy mal visto por el mundo libre y anuncian presiones mayores para que se respete lo que decidieron los ciudadanos el 28J.
Pero la partida no está ganada. Para ninguno de los bandos. La PU tiene apoyo internacional, tiene las pruebas del fraude y más de 7 millones de votantes detrás de su reclamo, además del respaldo del 90% de los 8 millones de paisanos de la diáspora. El oficialismo cuenta con la silla de las decisiones, con el respaldo de las fuerzas armadas y con los cuerpos policiales y de inteligencia (hasta ahora).
Además, carece de escrúpulos y los jefes corren un alto riesgo si abandonan el poder, sea que se queden en Venezuela o que salgan a darse la vida en el exterior. En síntesis, que la contienda va para largo y la batalla actual puede ser más dura que todas las anteriores. La estrategia que sirvió para ganar las elecciones y demostrar los resultados no necesariamente funcione para sacar al régimen de su bunker: en esta etapa del proceso se echaron cartas nuevas y hay que encarar la bronca con inteligencia y astucia, sí, pero con los pies en la tierra y con una evaluación fresca y madura de la realidad. Sin prejuicios ni triunfalismos, como si estuviéramos otra vez ante el primer lanzamiento del primer inning. Así, seguramente, lo está viendo el régimen.