En el continente americano, según los resultados de las encuestas 2021 del Barómetro de las Américas, solo 63% de la gente apoya la democracia como sistema de gobierno; 10% menos de lo que mostraban las cifras en 2004. Entre otras razones para explicar una cifra tan magra, 60% piensa que todos los políticos son corruptos (20% en Canadá, 40% en EEUU y 88% en Perú), solo 40% confía en las elecciones y un creciente número de personas se inclina hacia los líderes fuertes como opción de gobierno, en lugar de la participación, la negociación y los contrapesos que definen a la democracia liberal.

En Venezuela,la tendencia al autoritarismo no es nueva:a mediados de los años 90 (en realidad desde mucho antes, si nos guiamos por estudios que se han hecho en el país desde mediados de los 70), diferentes sondeos mostraban que más de 90% de la gente respaldaba el surgimiento de líderes fuertes (en las empresas y en la política), y más de 70% expresaba que “unos pocos líderes fuertes le harían mucho bien al país”. Para aderezar el caldo, 90% de la gente decía no confiar en los ciudadanos ni en las instituciones y 70% opinaba que el capitalismo era inmoral. Las elecciones de 1998 y las subsiguientes, al menos hasta 2004,confirmaron lo que decían las encuestas.

Otras cifras del Barómetro presentan opiniones contradictorias: 54% de los encuestados prefiere un régimen de facto que le garantice un cierto estándar de vida, antes que un gobierno electo que no asegure techo, vestido y las tres papas; pero al mismo tiempo, puestos a escoger entre el nivel de vida y la libertad de expresión, 74% se fue por un sistema que le permita hablar libremente sin temor a represalias. Es decir, o resulta que la libertad es más importante que el nivel de vida o el soberano piensa que con una dictadura –un gobierno que llega el poder sin elecciones- se puede tener espacio para la crítica y la disidencia.

El poder legislativo, quizás el más representativo y plural de los poderes, tampoco se salva del rechazo. Según las cifras de Barómetro de 2010, apenas 14% de los encuestados estaba de acuerdo con cerrar el Congreso, mientras que en 2021 ese porcentaje subió hasta 30. Es decir, casi un tercio de la población en las Américas vería con buenos ojos que un líder fuerte le baje la santamaría a la legislatura si el momento es propicio o si, por ponerlo de otra manera, los representantes del pueblo se ponen muy necios o muy difíciles (a criterio del líder, por supuesto).

Como denominador común, los números son consistentes en señalar un alejamiento de los valores democráticos en este lado del charco, con mayor intensidad al sur del río Bravo. Con la excusa de la corrupción y la impaciencia por resultados concretos en prosperidad, salud y hasta felicidad colectiva, las sociedades se muestran cada vez más dispuestas a darle una patada al tablero para llevar al gobierno a tipos duros, con promesas firmes y sin muchos escrúpulos. Por supuesto, poco después se descubre que las cosas no funcionan así y que los líderes autoritarios y los populistas que prometen el paraíso son bastante peores que los demócratas (además de que no se dejan reemplazar), y que a menos que haya cambios sociales y culturales importantes el subdesarrollo y la inestabilidad política seguirán campando por sus respetos en nuestros países.

De las primeras conclusiones que uno puede sacar, tanto del rechazo a la democracia como de las contradicciones, es que en América Latina (y los EEUU parecen seguir en una deriva similar, aunque unos pasos más atrás) el gobierno se hace –o se percibe o se desea- demasiado importante, tanto para resolverlo todo como para ser el culpable de todo. En lugar de darle un vistazo a la sociedad, a sus valores y a su capacidad de generar soluciones y riqueza en un sistema de libertades, la gente se empeña en que todo el bienestar y la buena vida de cada individuo se originen en los palacios donde despachan las autoridades. Así, cuando la magia no ocurre para el martes en la tarde, lo único que queda es cambiarlo todo, reescribir la historia y traer a un nuevo mago, radical, preferiblemente de izquierda (aunque la ideología no es limitante) para sentarse, de nuevo, a esperar que las promesas se cumplan.




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