Uno le da vueltas a la cabeza, pone las manos en el teclado para empezar a escribir y no puede salir del mismo tema: el coronavirus copa todos los espacios. La pandemia se mete por los caminos –los abiertos y los más sutiles- de la conciencia y termina por imponer sus términos, hasta que deja uno la escritura y se mete en las redes para confirmar que los contagios en España están a la baja, o que la primer ministro de Nueva Zelanda declaró ganada la batalla contra el virus, o que en Australia, Islandia y Noruega lo están haciendo muy bien, que EEUU ya superó el millón de infectados y que en Venezuela no se sabe lo que pasa porque la información la controla el régimen. Después de todo, estamos en cuarentena y la avalancha de datos se facilita exponencialmente por la conectividad, las noticias inmediatas 24 x 7 –con su altísima carga de rumores, fake news y liberación de emociones y frustraciones- y por el encierro forzado. Vaya sorpresa que trajo el 2020.

Las preguntas se multiplican desde la cuarentena de cada quien ¿Cuánto durará esto? ¿Tendrá un final, o habrá una repetición cada año, o cada dos años? ¿Cuánto habrá que esperar por la vacuna? ¿Cuándo desarrollarán un tratamiento que alivie y cure a los enfermos? ¿Por qué las farmacéuticas y los gobiernos tardan tanto en encontrar un remedio? ¿Cómo nos afectará la recesión económica que se viene encima? Son interrogantes que reflejan preocupaciones válidas y, sobre todo, ausencia de respuestas firmes, contundentes, definitivas. Nadie sabe con certeza el rumbo que tomará el mundo dentro de unos meses, el año que viene o más adelante, porque lo que está pasando es inédito. Resulta que todos los habitantes del planeta, de nuestra casa mayor, estamos expuestos a un bicho que ni siquiera forma parte de los seres vivos. Una especie de zombie que salió de China y del que no se ha librado ningún territorio, excepto algunas islas lejanas en el Pacífico y en el Índico. Que no respeta identidades ni posición social, aunque es indiscutible que la gente de menos recursos está más expuesta y tiene menos opciones de recuperación. Un bicho que hasta ahora ha resultado letal en 7% de los casos y es especialmente agresivo con los adultos mayores. Un fenómeno que ha puesto patas arriba nuestras vidas individuales y cotidianas y que nos ha encuevado como a cavernícolas, ya sea que estemos en Alemania, en Colombia, en EEUU o en Japón.

El recuento de la crisis podría llevar cientos de gigas de texto, gráficos, proyecciones y vaya usted a saber. Pero no es la idea regodearse en lo delicado de la situación ni en los incontables escenarios -sobre todo los catastróficos- que pueden suceder. Las soluciones definitivas están mayormente fuera del control del ciudadano común y en buena medida dependen de lo que hagan otros (científicos y dirigentes, por mencionar algunos) y del omnipresente azar. En lugar de preocuparse por los infinitos “y si…” que puede generar la imaginación y pasarse el día y la noche en los buscadores de Internet, es sano tomar una distancia prudente del aguacero de noticias, verificar las fuentes de información -limitándose a unas pocas conocidas y confiables-, administrar el uso de las redes sociales y cumplir con las reglas de la cuarentena. Y para lo que está más allá de nuestros dominios, no está de más poner un poco de fe. Fe en Dios, cualquiera que este sea y dondequiera que esté, fe en las fuerzas benévolas del cosmos, fe en 10 mil años de civilización; y en todos los casos, fe en que la mayoría de la especie humana, en urgencias de esta naturaleza, es solidaria y busca proteger a sus semejantes. Hay mucha gente dedicada en cuerpo y alma a ganarle la pelea al Covid19. Gente que nos hace pensar que esto, también, pasará.




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