Hablar sobre mi padre se me hace difícil. Tal vez si no lo hubiera querido como lo quise, me resultaría más sencillo. Es una de las personas que más admiro, aunque pocas veces hemos estado del mismo lado. Su naturaleza socialista, siempre fue totalmente antagónica a mi juvenil e inmaduro proyankismo.

Cuando yo tenía dieciocho años, y estaba opuesta a las ideas nacionalizadoras de Carlos Andrés Pérez, mi papá, en una calurosa discusión casera, me dijo: ¿Cómo se te ocurre decir que hay que estarle agradecidos a los gringos? Si nos han explotado toda la vida. En la época de Bolívar, tú seguramente hubieras estado de parte de los españoles.

Con los años me di cuenta de que tenía razón. Mi madre afirmaba que mi papá vivía adelantado a los acontecimientos y que podría resolver los problemas de todo el mundo, sin dar muchos rodeos.

Nació el 5 de diciembre de 1932, era el cuarto hijo de Luis y Berta, el primer catire de ojos verdes que tenía la familia. Pensaron que era un salto atrás, porque todos eran morenos, a excepción de la tía Felicia, hermana de mi abuela, y ahora de él.

Mi papá se crió en el seminario de Valencia. Entró a los nueve años y salió a los dieciocho. Lo visitaban por igual mi abuela Berta y mis tías Carolina y Teté, por lo cual, tenía tres mamás, aunque no conviviera con ninguna de ellas. En cambio, su figura paterna quedaba repartida entre varias personas, el padre Julio Segundo Álvarez, prefecto del seminario, el padre José Alí Lebrún, director espiritual y los padres Armando Falcón Morales y Benito Santás, que fueron rectores. Mi pobre abuelo no podía significar mucho para él.

Aprendió a hablar latín tan fluidamente como el español y suficiente italiano como para defenderse cuando tuviera que ir a ese país, antes de ordenarse, cosa que no ocurrió. Sin embargo, fueron muchas las experiencias vividas que marcaron su vida. Sin duda que vivir por nueve años en el seminario de La Pastora, lo llevó por el camino del buen proceder, la honestidad, la caridad, la sensibilidad social y un cristianismo intachable, que sopesaron en nuestra educación.

Él no supo lo que era una familia hasta que tuvo la propia, porque la etapa más importante de su vida, la vivió al lado de sacerdotes y seminaristas. No puedo negar que quería a los suyos, a todos, padres y hermanos, pero me atrevería a asegurar que su madre sentimental era mi tía Teté, Isabel Teresa González Salas, una de las siete hermanas de mi abuela, quien incluso vivío con nosotros, los Correa Feo, hasta su final.

Y es que los recuerdos que tenía de sus padres no eran los convencionales. Regresar al hogar después de nueve años de ausencia, todo un joven lleno de cultura y sapiencia, en una Venezuela perezjimenista, en la cual la dictadura no daba convalidación a sus estudios del seminario, del que había salido con segundo año de filosofía aprobado, tuvo que ser muy rudo. Necesitaba culminarlos y el gobierno no se los valía.

Se le presentaron dos opciones, regresar a cuarto grado de primaria, o viajar a Colombia, donde sí obtendría equivalencia y en tres años se licenciaría de filósofo. Pero mi abuel, se negaba a ayudarlo. Para él, enviarle doscientos bolívares a Colombia, que era lo que necesitaba, iba a ser muy fuerte, entonces le propuso una tercera opción, estudiar comercio, que lo podía hacer cualquiera, sin necesidad de bachillerato, ni siquiera de primaria.

Mi papá escogió la primera, arrancó de nuevo desde cuarto grado y comenzó a trabajar en el Ministerio de Obras Públicas como dibujante. Ganaba cuatrocientos bolívares mensuales, que distribuía dándole trescientos bolívares a su mamá para ayudar en la casa y cien para pagar sus estudios.

Cuando mis padres se casaron, mi papá ya estudiaba segundo año de bachillerato por segunda vez. Tenía veintiún años. Y se graduó de Licenciado en Educación, teniendo dos hijos. Ese enorme esfuerzo de mi padre, me hizo admirarlo siempre. Creo que es una muestra de que el que quiere algo, con esfuerzo lo consigue.

Como es de suponer, luego vinieron los postgrados y finalmente se hizo merecedor de un un doctorado Honoris Causa de la Universidad Philobizantina de Grecia y otro otorgado por la Universidad de Carabobo.

Escribía muy bien. Fue articulista de El Carbobeño y de In-Fórmate. Sus novelas Tiempo para Pecar, ambientada en la Caracas de los años cincuenta; La Saga de los Malpica o Josefa Hidalgo, historia novelada de la familia de mi madre, en la Valencia de hace dos siglos, e Inefable Monseñor, que trata sobre la vida de Monseñor Montes de Oca, son mis novelas favoritas, aunque también me encantan Imágenes de Humo, El sol de los araguatos, y Mi Valencia de siempre. Sin dejar de mencionar su Diccionario de Venezolanismos, trabajo que comenzó con mi mamá y publicó ya viudo.

Pero la obra más importante que hizo mi padre fue fundar la Escuela de Educación, en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad de Carabobo, que ya llegó a sus sesenta años. Una escuela que, desde hace cuarenta y cinco años, es Facultad y para lo que contó con la ayuda irrestricta del Dr. Rafael González Baquero y del licenciado René Boissiere. Todo narrado en su libro Cuánto cuesta una escuela, publicado por la Facultad de Ciencias de la Educación, cuyo prólogo me pertenece.

La pareja que hacía con mi madre era perfecta. Congeniaban en muchísimas cosas y en las que no, habían logrado adaptarse el uno al otro. Mi mamá decía que era como echarle aceite a un engranaje, además, cuando hay amor, estas cosas se consiguen fácilmente. Pero mi madre muere en abril de 1988 y él sintió que también moriría con ella.

A finales del siglo XX, le descubrieron un cáncer en la próstata. El mal de los viejos. Dicen que su cáncer era tan antiguo como su viudez. La depresión puede matar a cualquiera, pero él no podía dejarse matar por la tristeza. Tenía muchísimo que dar. Mi papá, al poco tiempo de quedar viudo, no quedó solo. Encontró una persona que lo quiso mucho, con quien se casó y que estuvo a su lado desde mediados del año 88, Yenis Briceño.

Pero un día, a pesar de haber sido copeyano de joven y partidario de CAP en su momento, se enamoró de Chávez, al punto que le ofreció su casa para hospedarlo durante su campaña.

Su amigo Henrique Salas Römer no lo creía y nosotros tampoco. Creo que pasé más de seis meses sin visitar mi casa. Recuerdo que, años más tarde, cuando dejó de ser chavista, sentí un alivio, como si Venezuela se hubiera despertado.

El cinco de noviembre de 2018, a un mes para cumplir los 86 años, nos dejó. Su legado está ahí, en sus escritos, en esa Escuela de Educación que también fue su hija y en un Diccionario Enciclopédico de Carabobo que esperamos publicar algún día.

anamariacorrea@gmail.com




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