Nos dice el DRAE que decencia, del latín decentia, es el recato, la compostura y la honestidad de cada persona. El concepto permite hacer referencia a la dignidad en los actos y en las palabras. Es posible definir la decencia como el valor que hace que una persona sea consciente de la propia dignidad humana.

A pesar que todos tenemos cierta noción del término, en realidad resulta un concepto un tanto abstracto, y puede resultar complicado de explicar; de allí que los  psicólogos  sociales señalen que la decencia debe enseñarse en todo momento a partir del ejemplo propio, tanto en conversaciones como en los gestos, las actitudes y los actos concretos que reflejen una conducta respetuosa hacia los otros.

Fernando Mires, un acucioso escudriñador de la ciencia política, nos señala que  la decencia está mucho más cerca de la práctica cotidiana que la moral. La decencia es siempre decencia con los, y para los demás. Pero ¿cómo conservar la decencia en medio de esa lucha que a veces no da cuartel? La respuesta no puede ser más sencilla: manteniéndonos dentro de los límites de la lucha política.

En el contexto de la política, lo medular no es sólo si la persona es decente, sino sí la línea política que se sigue es la decente y que es por donde han entrado todas las indecencias que terminan por calificar al sistema que rige su desempeño. La indecencia en política significaría en ese sentido traspasar los límites de la política. Y de allí a que consideremos a este gobierno como un régimen indecente.

Ya no nos queda un país justo, con ciertos principios morales tan arraigados así como sus costumbres y atavismos; ahora ni se divisa un rastro de decencia. Ya es insólita costumbre las interminables colas en pos de cualquier producto básico para la sobrevivencia alimentaria, como también es parte del paisaje cotidiano observar a cientos de compatriotas hurgar en la basura para mitigar su miserable hambruna. Pero no se trata de apuntalar una concepción pacata o rancia que se paseé  de la mano con el acontecer socio-político como tampoco de rebuscados preceptos éticos que pretendan apuntalar en esta vertiginosa y alocada travesía de este siglo XXI un concepto oloroso a ramitas de vetiver o a naftalina con los que la abuelita Lucrecia preservaba los escarpines y los faldones de aquellos tiempos.

Y menos aún incursionar en un nuevo libro de Carreño adaptado a estos momentos, sino simplemente indagar, frente a tantos falsos alegatos de  igualdad, de justicia y de “hombres nuevos”, a donde fue a parar la dignidad de nuestra sociedad, pues en fin de cuentas, una sociedad decente vendría a ser aquella en la que sus ciudadanos son tratados como personas, en la cual no se les humille; en donde no se les rebaje su condición humana, pues humillante e indecente es tratar de comprar esa miseria que el mismo gobierno provocó, con unas bolsas de comida y mediante un fraudulento, demagógico  e inmoral artilugio como lo es el “carnet de la patria.

Resulta una vergüenza ese ruin mecanismo clientelar electorero que induce a la sociedad a transigir, a voltear la mirada y extender su mano, pues la fatiga y el hambre conminan a declinar no solo sus principios, sino ese ápice de decencia que podía conservar. Son tan indecentes, que a sabiendas que la desbordada  corrupción destroza el futuro de nuestro país, con burlas y sarcasmo,  hasta se ríen de quienes les llevaron al poder. Acá la indecencia de unos, reforzada por  la ignorancia de otros y la habilidad de quienes, en principio deberían garantizar la seguridad de nuestro país, han sido los componentes que impulsaron la destrucción del mismo.

Decencia, en resumen, es esa cualidad que este régimen y sus secuaces han perdido, porque la decencia implica justicia, compasión y humildad, y esos son valores de los cuales esos seres se han desprendido sin ningún remordimiento; para sumergirse en ese pozo de podredumbre humana que caracteriza a quienes hacen uso del poder a través de las pasiones, los odios, las venganzas, las envidias, los insultos y sobre todo de las mentiras.

Y aprovechamos  la cita en el epígrafe que abre esta nota para recordar a esa mayoritaria ciudadanía decente de nuestro país, que ni el miedo, la resignación, ni la depresión y menos aún la desesperanza deben ser componentes de la vida de los venezolanos, que resulta imprescindible conservar la luz que genera lucidez, que ilumina los caminos arriesgados que hay que recorrer, si no con certidumbre, al menos con dignidad y decencia.

 

 

 




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