Por años, en la infancia de mi generación, el 23 de enero de 1958 era una fecha remota, vagamente nostálgica como esas películas que nos hicieron llorar de adolescentes y que al verlas por segunda vez, pasado el tiempo, nos resultan edulcoradas e inconsistentes. Curiosamente, las escuelas no tenían por costumbre proponer debates en los aniversarios, para que los estudiantes investigaran acerca del significado de ese día en la historia reciente de Venezuela y en las vidas de cada uno de ellos. En algún momento, en 1979, cuando la televisión indagaba nuevos temas y lenguajes para sus seriados dramáticos, el escritor Julio César Mármol le propuso a Radio Caracas Televisión una trama desarrollada en tiempos de la dictadura de Pérez Jiménez, en la que no solo no se evadía la crudeza de la persecución y la tortura sino que se incorporaba la crueldad y vesania de la policía política en la peripecia. Así se produjo “Estefanía”, con la dirección de César Bolívar, una historia de amor en el marco de una tiranía de la que no se entraba a profundizar en sus aspectos desarrollistas e innegable aporte a la infraestructura del país, sino que se la usaba como coartada para plantear el conflicto, que se ponía en marcha precisamente porque los personajes perdían el control de sus vidas y de sus sentimientos porque vivían en una dictadura y el poder de los sátrapas llegaba hasta lo mas recóndito de sus voluntades. Protagonizada por Pierina España, José Luis Rodríguez y Carlos Olivier, la telenovela fue un éxito en su momento; y la heroína, Estefanía Gallardo, hija de un preso político sobre quien se ceba la maldad de los jefes del Sebin de la época y sus esbirros, es hasta la fecha uno de los personajes más queridos y recordados del género en Venezuela. El final feliz llegaba con la caída de la dictadura y la liberación del país.

Pero el 23 de enero siguió perdiendo nitidez como esas fotografías que pasan de sus colores originales al sepia y de ahí a la borradura definitiva. Nadie le atribuía las libertades de las que gozaba. Nadie detectaba en él las marcas genéticas de todo lo bueno que había en Venezuela. Al contrario, llegó a desgastarse hasta quedar en el desván donde boqueaban el día del árbol y el onomástico de Santa Rita, patrona de las causas imposibles y los problemas maritales. El 23 de enero llegó a ser una fecha de cartón como los zapatos de Manacho, algo escenográfico, más oropel que músculo, siempre en trance de deleznarse. Y en la medida en que nuestra democracia se desprestigiaba, el 23 de enero perdía más lustre. Terminó siendo un cuento mustio. Ay, sí, ya sabemos que al final el dictador se larga en un avión y en la carrera deja atrás un maletín lleno de dólares. ¡Como si un sátrapa marcando la milla no fuera un desenlace para aplaudir de pie y pedir bis! Ahora lo sabemos…

Tuvimos que anhelar para nosotros un 23 de enero para empezar a respetar y a querer el de nuestros padres. Ahora sabemos que no se llega a semejante amanecer por suerte ni por carambola. Muy duramente hemos aprendido que desalojar un dictador exige mucha convicción democrática, mucha unión, una voluntad de hierro y una enorme capacidad de ponerse por encima de las naturales debilidades humanas para avanzar en el beneficio del país. Hoy sabemos que el 23 de enero de 1958 fue obra de titanes, a quienes injustamente hemos incomprendido y olvidado.

Ahora que nuestros sueños y proyectos están supeditados al advenimiento de un nuevo 23 de enero, vemos con claridad que ese día luminoso ha devenido un río simbólico: por casi 50 años fue la orilla de donde partimos, una ribera que se nos iba desdibujando en la medida en que nos alejábamos de ella; y a partir de 1999, cuando Venezuela cayó nuevamente en las garras del militarismo autoritario, pero esta vez destructor como nunca antes habíamos padecido, es la orilla a donde nos dirigimos. Desde allí un faro nos guía con su promesa de libertad y reunificación del país.

Este año el 23 de enero lo es más que nunca. Es un amuleto en nuestra memoria. Es el recuerdo que nos viene del futuro. Es la llama que mantiene tibia la esperanza. Ya el país está exhausto. Ha sido castigado hasta extremos inimaginables. La tragedia debe terminar y cuando las nefastas sombras que nos cubran se disuelvan, ahí estará, risueño y dispuesto a volver a empezar, un nuevo 23 de enero.

 




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