Tengo siempre conmigo una bandera nacional, la de siete estrellas. La tengo desde aquellos tormentosos días previos al 11 de abril 2002. La bandera está en una esquina de mi oficina, la tengo colocada en un asta vertical y presenta varias manchas: la huella de un zapato de suela de goma, tierra, y varios puntos oscuros, de distintas dimensiones. Mis visitantes generalmente miran mi bandera, se fijan en las manchas pero se cohíben de decirme nada.

En oportunidad de una rueda de prensa que ofrecí, la sala se llenó de periodistas, camarógrafos y fotógrafos, varios se me acercaron para decirme que acomodara la bandera para que no se viera esa esquina de la franja del amarillo, ninguno se atrevía a decirme mas, sin embargo me daba cuenta que me veían como un descuidado en la limpieza, nada les contestaba hasta que el pequeño hijo de una de las periodistas que andaba con ella, con la franqueza propia del inocente me dijo sin tapujo con su vocecita:

“! Señor la bandera está sucia !”.

No está sucia mi bandera, niño -le dije- es que está manchada de sangre.

Todos me miraban callados, todos tenían el signo de la interrogación en su rostro, me vi en la necesidad de explicar:

“Era el 11 de abril del año 2002, Venezuela se estremecía al compás de multitudinarias jornadas de protesta contra el nefasto gobierno chavista, todos teníamos una bandera que en familia llevábamos a las marchas, a las esquinas, a todas partes donde la sacudíamos al viento pidiendo la renuncia del maligno gobernante, era nuestro símbolo de rebeldía, de resistencia, de lucha, nos daba ánimo para enfrentar la represión. Cada vez que llevaba mi bandera me sentía fuerte, blindado, invencible, nada me importaba las brutales respuestas de policías ni militares. Y así sentíamos todos, el pueblo venezolano derrochaba su legendaria condición aguerrida, decidido a vivir en libertad.

Aquel 11 de abril entusiasta salí con mi bandera a la concentración que se convocaba y que se convirtió en marcha al palacio de Miraflores a mostrar repudio al pichón de dictador que allí se mantenía. En las inmediaciones del liceo Fermín Toro nos contuvieron a tiros, nos llovían las balas desde lo alto de los edificios desde cuyas azoteas nos emboscaban asesinos francotiradores del gobierno. Un hombre a mi lado recibió un balazo, chorreando sangre se tambaleaba, solté mi bandera para sostenerlo, su sangre la salpicó en la franja amarilla, en la franja azul y en la de rojo él pisó antes de caer sin vida. Era un venezolano, desarmado, ejerciendo un derecho constitucional a la protesta quien allí murió, otros se lo llevaron para el auxilio médico que ya era inútil. Recogí mi bandera lleno de rabia y dolor, con todas mis fuerzas lancé un grito que me salió del alma: ¡Chávez, maldito seas.!

Esa es mi bandera, no es que está sucia, es que está manchada de sangre.

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