La mañana se levanta temprano, se limpia de brumas y se lava de nieblas. El sol comienza a brillar desde las primeras horas de este 13 de noviembre. Ya entonces se siente el ajetreo de los organizadores. El Padre Pedro, párroco de Catedral y reiterado regidor del ceremonial mariano llega apurado revisando detalles e impartiendo órdenes cual director técnico de Trotamundos en el Fórum, imponente coso deportivo convertido en templo para la celebración.

Llegan de toda la ciudad los fervientes devotos, se escucha la algarabía de los parroquianos de la diócesis y los miembros  de las pastorales. Se reúne otra vez como cada año la grey valenciana llenando la arena y las graderías. La emoción de los seminaristas se mezcla con los cantos de las bandas y coros. Una voz sonora llama a la alegría y a la devoción. En los últimos momentos previos a la misa llegan algunas autoridades civiles. El mundo militar ausente confirma su distanciamiento con el pueblo creyente. Un personaje de  siniestro apodo no se acerca a la celebración. La insolencia de su verbo y accionar lo aleja de esos escenarios donde la luz plena impera.

No es día de peleas ni de viejas rencillas. Es momento de unión fraterna, de reencuentro con la fe, con la esperanza compartida, con la nostalgia que se siente al recordar el esplendor de tiempos pasados, con la ilusión que inspira el compromiso de construir un futuro promisor.

Los miembros de la cofradía se impacientan. Algunos se mueven con nerviosa ansiedad. Luces y cámaras se orientan hacia la puerta grande. Y allí de pronto entre exclamaciones y sonrisas  llega ella, la superestrella del día, llevada en hombros de jóvenes aspirantes a ser pastores de nuevos rebaños, estudiantes de teología en su propio sueño presbiteral, en su ilusión de muchachos hecha vocación sacerdotal.

Es el momento esperado. La Patrona de Valencia, nuestra Señora del Socorro hace entrada al imponente recinto. Cantos y vítores se escuchan, todo lo demás queda en segundo plano. Es ella la Reina, el auxilio de los creyentes, el socorro de los valencianos.

En la Solemnidad de la misa la extensa homilía se impregna de nostalgias y se salpica de anécdotas de personajes y hechos. La historia Cabrialence se hace presente en el púlpito. El Arzobispo culmina llamando a la unión de los hermanos, al cese de la división y el odio, al encuentro de los hijos de la Madre que espera la reunión de los sentidos afectos y las férreas voluntades para hacer próspera otra vez a la vieja dama de casi cinco siglos, posada desde entonces en este valle fértil que se abre cual abanico generoso desde la cordillera al norte hasta las sabanas al sur en esta tierra amada y noble.

La Procesión se inicia, sale la coronada imagen al encuentro de su pueblo en la calle, los cargadores se turnan y entrecruzan miradas y arrojos, el copioso sudor en la frente y el dolor en los hombros son soportados con devoción y fe. Toman el camino de la Avenida Bolívar, aquella que otrora fuera camino real y hoy es arteria vital de una urbe que pide el cariño de su gente. Avanzando se confunden hombres y mujeres, niños y viejos, pobres y menos necesitados, porque ya no hay ricos en esta tierra, aunque próspera haya sido su herencia y magnífico el legado generacional.

Va la Reina de Valencia avanzado entre plegarias y cantos, entre sueños y desvelos, sobre las mismas calles donde marcharon tantos, donde una  antorcha de libertad se encendió y  fue ahogada entre violencia y llantos.

Inspiran al perdón sus ojos, aunque el dolor permanezca en la conciencia del que sufre y ha sido maltratado, porque esa mirada que el artista congeló para el tiempo se volvió dulzura de amor maternal en la contemplación del hijo amado en sufrimiento en la Cruz justo antes de su unión con el Padre de Los Cielos.

Y así la llevan de nuevo a Catedral, a la basílica que lleva su nombre, a su casa de siempre donde estará vigilante de lo que pase en su Valencia. A esperar las peticiones de los que no olvidan su identidad y levantan con orgullo su gentilicio, a escuchar y bendecir las intenciones de quienes se empinan sobre la adversidad y creen en las posibilidades de redención de su pueblo de la pobreza material y moral que tiempos y hombres trajeron a la ciudad.

Y allí quedará la hermosa imagen con su manto de piedras y brillos recibiendo a propios y extraños, hasta que comience de nuevo su peregrinar por templos y parroquias, por barrios y pueblos. Llegará entonces otro noviembre y una ferviente procesión recorrerá las calles de siempre. Estarán los viejos fieles y unos cuantos conocerán el fervor mariano en lugar de aquellos que nunca faltaban y ya no volverán. Y nuevamente avanzará entre anhelos y esperanzas recorriendo a Valencia con su gente llena de fe y dignidad, que otra vez la verá de cerca, como todos quieren, inspirando renovados sueños que alumbren realidades de paz y libertad.

 




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