Con información de Comstat Rowland Comunicaciones
Estratégicas

La Leucemia Mieloide Crónica (LMC)
es una enfermedad cancerígena, cuyo origen está en una mutación genética en células
de la médula ósea, responsables de generar los diversos componentes de la
sangre. Debido a la alteración, se producen descontroladamente glóbulos blancos,
que se terminan acumulando en el torrente sanguíneo, causando daños capaces
de  disminuir la esperanza de vida del
paciente.

El doctor José Luis López,
Hematólogo Jefe del Banco Municipal de Sangre de Caracas, describe cómo es el
proceso que ocurre en el interior de la médula ósea de un paciente con LMC.
“Dentro de esa médula ósea hay una transformación de una célula, que se convierte
en maligna y comienza a proliferar de manera descontrolada, produciendo muchos
glóbulos blancos. Esta alteración dentro del código genético de la célula hace
que ésta emita equivocadamente una señal para que los glóbulos blancos no se
dejen de producir”, indica el especialista.  

“Nuestras células son controladas
como si tuviéramos un interruptor. Cuando tenemos suficientes glóbulos blancos
se apaga el interruptor y si tenemos pocos glóbulos blancos se prende. Esta
mutación actúa como si el interruptor estuviera todo el tiempo prendido y no se
apagara nunca.  Eso produce continuamente
glóbulos blancos y la expresión que entonces ocurre en la sangre es una
leucocitosis, que es un incremento exagerado de estos glóbulos”, añade López.

LCM: Sin síntomas en sus primeras fases

Debido a que la leucemia mieloide
crónica genera pocos síntomas en sus primeras etapas, generalmente se produce
su detección por una hematología de rutina, realizada, por ejemplo, con motivo
de evaluaciones o chequeos periódicos de índole laboral. Cuando aparece un
nivel alto de glóbulos blancos sin explicación alguna, el caso es referido al
hematólogo, quien realiza el diagnóstico.

Por lo menos una hematología al año
es importante para detectar esta y otras enfermedades, refiere López, quien
destaca que la LMC es una patología de baja prevalencia: 0,6 por cien mil
habitantes al año.

“Antiguamente, cuando no se
hacían tantos exámenes de laboratorio, los pacientes se diagnosticaban en fases
más avanzadas, venían con bazos muy grandes, porque estos glóbulos blancos, al
permanecer tiempo en unos niveles tan altos, se empiezan a acumular dentro del
bazo, órgano que queda del lado izquierdo del abdomen. El bazo empezaba a
crecer y el paciente comenzaba a tener molestias, dolor o una sensación de
plenitud dentro del abdomen. Consultaban al médico por la molestia, este
palpaba que había un bazo muy grande y al hacerle una hematología encontraba glóbulos
blancos muy altos y era referido a un hematólogo”, resalta López.

No obstante, el silente estado de
la enfermedad puede implicar más riesgos que beneficios, si genera desatención
por parte del portador. “Al principio, la enfermedad no afecta la calidad de
vida de los pacientes. Por ello, a veces la persona no entiende que padece una
enfermedad muy seria, porque simplemente no tiene nada que le duela. Ante esta
situación, recibe la información de que tiene una enfermedad maligna en la
sangre y resulta difícil de asimilar. Por eso hay explicarle al paciente que
debe tratarse adecuadamente, porque si no, la enfermedad puede evolucionar a
una fase acelerada, donde ya las opciones de tratamiento son pocas. Allí sí empieza
a haber síntomas, pero estos van ligados a una evolución nefasta de la
enfermedad“, confirma el médico hematólogo.

Tratamientos para la LMC en evolución: mayor sobrevida al paciente

Según el especialista, en el
presente, este defecto genético se puede tratar directamente, no como antaño, cuando
se daban drogas inespecíficas, que únicamente controlaban el número de glóbulos
blancos, sin ir directamente hacia la lesión que había en la célula.

“Las nuevas drogas, denominadas
inhibidores de tirosina quinasa, actúan inhibiendo y bloqueando la función de
ese interruptor que está funcionando mal. Además, estas células malignas son
destruidas permitiendo que el sistema funcione adecuadamente en aquellas que no
resultan malignas. Por lo tanto, la médula ósea vuelve a tener su función
absolutamente normal”, señala López.

El avance científico ha permitido
alargar la vida de las personas con leucemia mieloide crónica en un porcentaje
importante. “Esta es una enfermedad que, antiguamente, al ser diagnosticada la
persona, se daba como esperanza de vida un promedio de tres años, independientemente
de lo que se usara, excepto el trasplante de médula ósea, que podía curar a un
porcentaje de 60% a 65% de los pacientes. No obstante, incluso con el
trasplante, muchos pacientes no llegaban a sobrevivir cinco años después del
diagnóstico. Con el advenimiento de la primera generación de fármacos con la
molécula imatinib,  95% de los pacientes
están bien, con buena calidad de vida, a nueve años de iniciarse el tratamiento.
Con la segunda generación de inhibidores de tirosina quinasa, incrementan la
posibilidad de éxito a un 98% en un periodo de 4 años. Nos acercamos tanto al
100% que es difícil encontrar algo mejor”, indica el especialista.




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