Creo recordar que fue el eminente médico e historiador Francisco Herrera Luque quien escribió, en su novela “Los Amos del Valle”, que en la época de la Colonia acostumbraban las señoras mantuanas acudir a la misa acompañadas por una niña, hija de alguna esclava.

Ferviente católica, la muy bien alimentada matrona cumplía con el ordenamiento religioso de la época, el cual exigía el ayuno absoluto para poder recibir la Comunión, lo cual la privaba de la ingesta previa de unas cuantas arepas rellenas con un sabroso queso de mano, un suculento “perico” con carne mechada, o tal vez unas cachapas con queso blanco rallado; pero sus tripas vacías, reclamándole el desayuno, comenzaban imprudentemente a reclamarle la falta de materia que digerir, dejando ruidosamente escapar algunos gases en los más inoportunos momentos de la misa, de lo cual, por supuesto, se enteraban todos los fieles que la rodeaban. En ese momento entraba en funciones la niña que la acompañaba:su dueña le propinaba en su cabecita inocente un golpe con su abanico, culpándola de la sonora flatulencia. Era el chivo expiatorio del ruidoso y maloliente efluvio. La “pagap…”.

Eso es lo que han encontrado en las medidas adoptadas por los países democráticos del mundo para sancionar al oprobioso régimen que durante lo que va de siglo ha acabado con la economía y el bienestar de la otrora próspera nación: alguien o algo a quien culpar de su desastrosa administración, que ha convertido a Venezuela en un país petrolero sin gasolina, en una región con caudalosos ríos sin electricidad, en una tierra fértil sin alimentos. En un lugar donde ya nadie puede ni quiere vivir, huyendo de él los que pueden, muchos arriesgando sus vidas en caminos llenos de peligros, no pocos de ellos perdiéndola en riesgosos parajes selváticos o intentando cruzar ríos de traicioneras aguas.

Toda persona es libre de hacer amistad con quien le venga en gana, y por lo tanto de mantener relaciones sociales o comerciales con quien quiera. Lo mismo ocurre con los países. Y como “el amigo de mi enemigo es también mi enemigo”, toda persona puede quitarle el saludo a quien le parezca, sin que nadie pueda obligarlo a lo contrario.

Cuando Maduro, Diosdado y sus compinches y consejeros decidieron dejar sin papel a los divulgadores de noticias impresas que informaban de sus delitos y atrocidades, dejamos de ver por las calles a quienes acudían a sus sitios de trabajo con el periódico bajo el brazo: la gente estaba bien informada. En los puestos callejeros, ahora desaparecidos, estaba lo necesario. Y todo el mundo sabía a qué obedecían las sanciones que perjudicaban el libre comercio con la comunidad mundial. Y, por supuesto, todo el mundo estaba consciente de las repercusiones de tales medidas en el bienestar de los venezolanos. Y todo el mundo creyó, inocentemente, que esas sanciones surtirían efecto a corto plazo: Maduro, Diosdado y sus compinches y consejeros se verían obligados a dar paso a unas elecciones transparentes (no “tramparentes”) que pondrían fin al desangramiento del país en beneficio de cuentas secretas en el exterior.

Esos empresarios, los que ahora utilizan a las sanciones como las “pagap…” de la tragedia venezolana, en vez de culpar a la niña, debieron voltear a ver a la flatulenta gorda a su lado. Debieron esperar a que los venezolanos elijamos a un candidato opositor que sea idóneo, en un proceso impoluto, de derrotar al funesto mastodonte que está acabando con todo.

No hay otra manera, con o sin las sanciones.

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