Mucha gente piensa, equivocadamente, que el despotismo político-militar implica la existencia de un orden generalizado en la sociedad, en la que ese despotismo impera. No es así. De hecho, puede ser exactamente lo contrario. La situación de Venezuela lo expresa. Aquí impera un despotismo, pero al mismo tiempo el país se deshace en un caos que lo abarca todo.
En medio del caos, la población pierde la esperanza, y unos lo manifiestan emigrando, y otros lo manifiestan resignándose o entregándose, se podría decir que rindiéndose. Tengo la ilusión que ello sea una realidad que puede cambiar, y cambiar a fondo. No con más despotismo, desde luego, pero sí con el principio de un orden distinto. Un orden humano y digno.
Los despotismos de signo ortodoxamente ideológico, sean de izquierda o de derecha, tienden a imponer un orden correspondiente en las naciones que despotizan. Así lo enseña la tragedia de los totalitarismos del siglo XX. Lo mismo ocurre con los despotismos de naturaleza fundamentalista-religiosa, como se puede apreciar en algunos países islámicos.
Pero el despotismo de la hegemonía roja, la auto-nombrada “revolución bolivarista” es otra cosa. De hecho, no es una cosa específica, sino una mezcolanza, donde el comunismo trasnochado convive con la depredación mercantil más salvaje, y en el cual, quizá, la característica más notoria es el poderío de la criminalidad organizada, incluso con numerosas imbricaciones externas.
Tal tipo de despotismo se ha podido erigir en Venezuela, por la caudalosa riqueza de la bonanza petrolera del siglo XXI, la más prolongada de la historia. Esa bonanza financió a una multitud de mafias, tribus y carteles, que se han enquistado en el Estado y en el conjunto de la economía, sobre todo en la petrolera, depredándola y endeudándola hasta límites tan delirantes, que la nación venezolana esta sumida en una catástrofe humanitaria con el barril de petróleo por encima de los sesenta dólares.
De allí la anarquía, el despelote, la incertidumbre que se padece en todos los principales sectores de la vida venezolana. Y esa anarquía, como se ha tratado brevemente de explicar, no es incompatible con el tipo de despotismo que controla el poder en nuestro país. En otras épocas, cuando Venezuela tenía libertad democrática, muchos denunciaban, no sin razón, que se necesitaba un orden claro en la conducción nacional. La llamada “revolución” se aprovechó de esas percepciones para ofrecer el aspirado orden. Pues se perdió la libertad y se enseñoreó el despotismo anárquico. Si no superamos estos males, no tendremos un futuro digno y humano,
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