La edad exacta de Carmen es un misterio. Hay quienes dicen que ya ronda los setenta pero cuando alguien le pregunta ella suele responder repreguntando — ¿Y cuántos cree usted que yo tengo? — y así con su picardía elegante y su humor criollo da por terminada la conversación.

Preparada desde su juventud para la enseñanza. Ella es parte de esa gloriosa legión de maestros formados en la Normal, aquella escuela de educadores de la que egresaron tantos buenos formadores de niños y jóvenes que vieron en el trabajo en las aulas más que una profesión un apostolado. Esa pregunta sobre ella si tiene respuesta inmediata. — Soy maestra normalista — afirma con orgullo.

Siempre se inspiró en la figura de Bello porque para ella Rodríguez no es un modelo a seguir, aunque siempre ha concedido que éste fue el más influyente maestro del Libertador. Conoció en su juventud a Prieto Figueroa y fue reconocida activista del entonces aguerrido magisterio venezolano en tiempos de la república, porque para ella ésta murió con la cuarta y lo que hoy impera en Venezuela es cualquier otra cosa menos una democracia republicana.

Piadosa y fervorosa creyente asiste a misa y comulga casi a diario, bueno lo hacía antes de la pandemia, en la iglesia de El Viñedo su parroquia de siempre. Hoy hace su comunión espiritual cada mañana mientras reza y medita sobre su vida en medio de las numerosas dificultades que enfrentan en este sufrido país los maestros jubilados.

Ella es una educadora integral, de esos seres especiales que nacen con un propósito de vida definido y lo siguen. El de ella ha sido enseñar, formar, educar. Así lo hizo por más de cuarenta años a generaciones de alumnos, con muchos de los cuales ha mantenido contacto y ha estado pendiente de sus éxitos y fracasos, de sus penas y alegrías. De otros sabe ya poco o nada, en esa realidad vivida por tantos que tomaron otros rumbos por los caminos del mundo llevando a su país en sus maletas y corazones.

Aunque ella ya está retirada sueña con volver a su aula, a ese recinto sagrado donde se transformaba en Atenea fulgurante en su tribuna de luz frente al pizarrón, desde donde invitaba a sus muchachos a emprender viajes fabulosos, reales o imaginarios, en los caminos asombrosos de las páginas de un libro y en la exploración de las fuentes inagotables del conocimiento.

Nunca ha dejado de escribir sus notas, sus fichas de siempre donde organiza sus apuntes. Nunca pudo hacer la transición a la computadora, y para ella no hay momento más sublime que aquel cuando lee un poema de Andrés Eloy o un verso de Gustavo Adolfo.

Su vida en los últimos tiempos no ha sido fácil, apenas puede sustentarse con la pensión de su jubilación, hoy devaluada en un país donde el educador ha dejado de ser valorado y en el que el respeto al maestro se ha perdido dando paso a la vulgaridad y la insolencia.
El viernes pasado, día del maestro, no encontró motivos para celebrar en medio del recrudecimiento de esta pandemia que se ha llevado a tanta gente. Esa tarde Carmen se sentó en la vieja mecedora de la sala y se quedó dormida. Allí arrullada por la leve brisa que escapaba furtiva del corredor comenzó a soñar. En éxtasis onírico se vio nuevamente en su antigua aula. Allí estaban sus alumnos, los más queridos de diferentes tiempos y edades. Todos sonreían en sus pupitres y contemplaban con amor a su maestra. Ella con su sencilla elegancia y sus maneras de delicado recato les leía un ensayo de Mariano Federico Picón Salas.

Así en la luminosa aula, pudo distinguir a algunos que habían partido antes, entre ellos aquella niña a la que quiso tanto y por la que sufrió al lado de sus padres cuando su corazoncito dejó de latir. Ella la miraba fijamente, su sonrisa tenía un brillo especial en su rostro angelical. En un momento todo fue blanco y azul, nácar y miel y hasta pudo percibir el aroma de amor, ese que no puede definirse pero que no se olvida cuando el corazón se une a los sentidos y se crea un sola y única sensación, percepción mágica de lo inimaginable hecho escena cósmica, espacio sin tiempo, mistura de luces y colores.

Carmen despierta de su sueño. El sopor aún la domina, inspira profundamente y luego suspira. En su conciencia aletargada comienza a percibir un gozo superior, sabe que estuvo en un pedazo del Cielo, en esa sala de clases eterna, en el aula de sus sueños. En su mejilla aparece una lágrima que luego enjuga, aunque no hay dolor que la acompañe, es un sentimiento noble, una percepción superior de haber cumplido, de ser libre.
Descansa dama luminosa, reposa tu espíritu, esta vez la lección que nos das es diferente, está llena de fe y plena de esperanza. Dios te bendiga querida maestra.

LUCIO HERRERA GUBAIRA.




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