La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, fue mi última lectura de diciembre. Con la intención de cerrar ese “ciclo lector” del 2024 con buen pie, me dispuse a recorrer el texto en muy pocos días, casi con premura, aunque ello no haya significado disfrutarlo menos.
A las pocas páginas uno se da cuenta con mucha facilidad de que está frente a un clásico de la literatura; una historia potente imaginada por un europeo, que ocurre en algún lugar remoto del “resto del mundo” y que a sus coterráneos les sonaría extravagante. Algo muy del estilo de Verne, con una prosa efectiva y un carácter universal que le abre las puertas de todos los públicos.
El protagonista es Jim Hawkins, un joven cuyos padres son propietarios de una posada en un pequeño poblado marítimo de Gran Bretaña. A este sitio, justamente, llega un día Billy Bones, un antiguo pirata que infunde temor a las personas que le rodean y que está envuelto en una especie de aura enigmática y aterradora.
Durante su estadía, a Bones lo fueron a buscar otros hombres de mar, pretendiendo adueñarse de algo que él aparentemente escondía en un cofre. Tras su muerte por una apoplejía, el resto de bucaneros asediaron la posada para dar una estocada final, pero antes Jim y su madre consiguieron abrir la preciada arca, donde encontraron algunas monedas con las que saldaron las deudas del alojamiento, además de un mapa del tesoro.
El doctor Livesey, amigo de la familia y el único sujeto que se le plantó con valentía al viejo marinero en su momento, se enteró de la situación junto al caballero Trelawney y ambos —sin dejar por fuera al pequeño Jim— se disponen a hacer una expedición para dar con el botín, enterrado en una isla desierta, cuya existencia solo parecía ser conocida por bucaneros de mala fama.
Trelawney, sin embargo, en su afán por contar con una experimentada tripulación, termina por dar empleo, accidentalmente, a varios de los antiguos compañeros de Billy Bones y otro puñado de piratas, quienes tenían previsto revelar su verdadera identidad al llegar a la isla, amotinarse y asesinar a los civiles para apoderarse del tesoro. A partir de allí, Jim toma un rol protagónico, esencial en el desenlace de la obra.
Llama la atención, como en todos los clásicos, que el autor pueda dar consistencia a una historia tan inverosímil —lo cual es una virtud envidiada por los escritores—. Pensar que un niño hubiera sido capaz de mantener al margen a un puñado de hombres armados es casi risible, sin embargo, una pluma diestra y talentosa siempre podrá convencer de lo que sea a los espíritus más escépticos.
De hecho, el pequeño Jim se interna en la isla, entabla contacto con un náufrago, navega en una rudimentaria embarcación, se convierte por un corto tiempo en el capitán de la goleta en la que viajaban e incluso llega a matar en defensa propia; todo, sin haber pisado siquiera a la adultez.
Otro de los aspectos llamativos es ese carácter aventurero y esa ambición sin límites de los europeos de la época y, sobre todo, de los británicos, que se deja traslucir con sutileza en el comportamiento de los protagonistas. La semana pasada mencionaba que la literatura muchas veces es el reflejo de las sociedades, con sus defectos y virtudes, y creo que este también es el caso. Evidentemente, la obra no se iba a ceñir a la realidad histórica de la colonización inglesa —¡que estaba muy lejos de ser amistosa e inocente!—, pero sí retrata esas ganas de los nacidos en Gran Bretaña por recorrer el planeta; ese instinto innato de hacerse a la mar y llegar a los confines del mundo para plantar la bandera del reino. Esto, debo aclarar, no necesariamente es algo positivo (yo creo que es todo lo contrario).
La isla del tesoro es, sin dudas, un libro recomendado, especialmente para aquellos que se inician en la lectura de clásicos, para niños y para quienes aman las historias marítimas, que en mi caso son una placentera debilidad.