Llegaste a mi ciudad desde las cumbres andinas serpenteando páramos como arrollo de montaña que busca la calma del valle.

Perteneces a una generación que se levantó entre conflictos. Antes que se dieran cuenta dejaron el colegio y ya estaban, aún niños, acompañando nuestras causas libertarias. No fue sino hasta el 2007 en que conocí a tu grupo de contemporáneos. Se acercaban sin ruido a quienes entonces estábamos en primera fila en el esplendor de aquellas marchas que iniciaban en entre cánticos y pitos y, muchas veces, culminaban entre gases y perdigones.

Luego, súbitamente, pasaron adelante. No pidieron permiso ni consejo. No miraban a los lados solo al frente.  Muchos quisimos hablarles, advertirles, que esto era más que una buena causa, que un discurso en el campus, que una protesta mañanera. Pero ya no escucharían, querían escribir su propia historia, sin saber que ésta estaría llena de desvelos y penas. Que se enfrentarían a un proyecto consolidado de poder por el poder que no dudaría en golpear a esa novel casta de guerreros. Yo mismo había sentido el fogonazo cerca, muy cerca. Marcó mi piel para toda mi vida y también mi alma al ver a los ojos del uniformado que disparó a quemarropa.

No tuvo el menor reparo en hacerlo. Años después, otros como él, no lo tendrían para disparar a través de los escudos de cartón que quedaron deshechos bajo la lluvia en las calles de Venezuela.

Y así, rebelde, reaccionario, de insolente pretensión, de indomable insurrección, enfrentarías a tu modo, en tu forma y con tus propios medios a ese pesado gigante rojo de mil cabezas, que arrojaba fuego por la boca y rayos de odio por los ojos.
Recuerdo me llamaste para reclamarme que no te convoqué a acompañarme a intentar aquella demanda en defensa del derecho fundamental a recibir agua apta para consumo humano, acción por la vida y la salud de más de tres millones de compatriotas que sería bañada del líquido sucio de la injusticia por la magistrada presidente, en esa sala de alabarderos del poder.

Luego perdí tu rastro, te fuiste, saliste del país. Llevaste una voz, un grito, un reclamo de libertad más allá de esta tierra. Y llegó ese día en que gritabas en la frontera y en la franca ingenuidad de los hombres que luchan por una causa superior te echó mano la perfidia, te tomó de sorpresa la infamia, para entregarte a tus carceleros, esos que te mantienen confinado y aislado en mazmorras de indignidad.

Hoy no puedo permanecer callado. Tu juicio no ha avanzado. Ni siquiera has podido presentarte en audiencia pública a hablar claro, fuerte, a decir tus verdades. A defenderte como tiene derecho todo ciudadano del mundo. Porque el secuestro del poder ha llevado a sus oscuros agentes a cubrir con tela de arañas ponzoñosas el corredor de nuestra propia historia.

Muchos de los que te acompañaron, en la llamada Tumba, en los calabozos oscuros, hoy están afuera. Tu no. El ensañamiento ha sido mayor. Ni la lucha de una madre adolorida, ni los pronunciamientos de voces en instancias nacionales y universales le ha doblado el brazo a tu cancerbero.

Hoy sigues allí, solo, aislado, pero con el corazón latiendo, saltando como en tu niñez de páramo, con el repicar de las campanas que solo los idealistas oyen, en el redoble que anuncia que más temprano que tarde compartiremos nuevamente nuestros sueños de una Venezuela grande en libertad.

Dios te bendiga y haga libre.

 




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