“Solo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe… Sólo la cultura de libertad… no proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura.” Miguel de Unamuno

Se dice que cuando soplan vientos de cambio algunos construyen refugios, otros optan por erigir molinos de viento. Los primeros no reconocen lo ineluctable del fenómeno y prefieren aislarse esperando que el viento pase, añorando que todo volverá a ser como antes. Los segundos, buscan la oportunidad de encauzarlo y aprovecharlo, sabedores que las sociedades se transforman si aceptamos que lo permanente es el cambio.

Tenemos el ejemplo de muchos países que nos han demostrado que el principal instrumento para el cambio ha sido su gente. Han sido las personas las que han cambiado, y al realizar tal cambio, han logrado cambiar el estado de las cosas. A ese cambio, se le considera cambio educativo, pues, para que las cosas cambien, debemos educarnos colectivamente; porque estamos hablando del cambio de la gente.

La educación, como motor principal para el cambio, debe sustentarse en valores, en actitudes, en formas las de relacionarse (tanto en la deliberación y acuerdos como en el conflicto) y sólo es posible desde la práctica: es la práctica cotidiana la que nos educa. Es por aquí por donde se debería a construir lo que con premura se requiere, por donde se transformaría nuestra sociedad.

El pueblo tiene las capacidades para discernir, tiene el talento para optar, pero necesita ser informado, necesita tiempo para estudiar las propuestas, necesita un clima de serenidad y sosiego, necesita ser respetado como comunidad de personas libres y diferentes en sus formas de pensar, de actuar, de creer; requiere dejar de ser manipulado, ni por un lado ni por el otro, para salir de las coyunturas difíciles no por la puerta de la confrontación y la violencia, sino por la puerta del diálogo y la reconciliación. Necesitamos, cada vez con mayor urgencia, una formación moral y ciudadana.

De algún modo, en diversos sectores sociales, se ha venido reforzando la conciencia del derecho y del deber, se está ahondando el sentido de pertenencia, la responsabilidad por el destino de nuestro país, la aceptación de la convivencia y la civilidad que son, en esencia, los componentes de un sentimiento ciudadano que hoy se torna aprendizaje y convicción. Todas estas vivencias nos señalan la urgente necesidad de profundizar la educación ciudadana en nuestro país, educación que trasciende el ámbito escolar, el espacio de los liceos y de las universidades, pues su objetivo debe encaminarse a generar sentido de pertenencia y respeto al ciudadano, aceptación libre y responsable de sus normas, el ejercicio libre de sus derechos, y la verdadera voluntad de participación en las decisiones sobre el rumbo del país.

Es un hecho ineludible que la condición de nuestra ciudadanía está muy debilitada por la agobiante pobreza, por ese pesado grillo herrumbroso, atado al cuello de cualquier propuesta para el cambio. La pobreza es una herida delicada y profunda que contagia cada dimensión de la sociedad. Incluye un bajo nivel sostenido de los ingresos de los miembros de una comunidad. Incluye la privación de acceso a servicios como educación, mercados, sanidad o posibilidad de tomar decisiones. Además, es la «pobreza de espíritu» la que induce a los miembros de esa comunidad desamparada, a compartir y creer en su propia impotencia, desesperanza, apatía y resentimiento.

Una sociedad que mayoritariamente tiene bajos niveles de escolaridad, que no está muy informada de los problemas de la vida pública, que padece niveles de pobreza grave, que ha estado acostumbrada a los métodos del clientelismo, populismo y demagogia; a las prácticas de corrupción en la forma como se imparte la justicia, y como se manejan los dineros de la república, es ciertamente, una ciudadanía frágil y débil. Para poder lograr un mejor escenario es decisiva la educación, una pedagogía articulada en lo social e institucional, que concatene el entendimiento de lo político con el eje de la ciudadanía, que no exaspere los sentimientos acumulados pero que evite radicalmente su manipulación política.

Andrés Eloy Blanco, en el discurso que pronunció cuando se lanzaron al mar los grillos de la dictadura gomecista en el Castillo de Puerto Cabello, en febrero de 1936, exclamó: “Hemos echado al mar los grillos de los pies. Ahora, vayamos a la escuela a quitarle a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de la tiranía. Hemos echado al mar los grillos en nombre de la Patria. Y enterraremos los de la Rotunda. Será un gozo de anclaje en el puerto de la esperanza. Hemos echado al mar los grillos. Y maldito sea el hombre que intente fabricarlos de nuevo y poner una argolla de hierro en la carne de un hijo de Venezuela”

Han pasado ochenta y siete años de tan emotiva proclama y de nuevo tenemos por delante esa imperativa y cívica labor: deslastrar a nuestra nación de tan pesados grillos de la ignorancia que han marcado la ruta de esta tiranía.

Manuel Barreto Hernaiz




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