En Venezuela, el ciudadano común la tiene muy difícil. Y no hablamos de la escasez, los servicios públicos, la delincuencia, el hambre y las enfermedades, que ya son más que suficientes penurias, sino de su limitada capacidad de decisión, de su falta de control sobre lo que ocurre y sus continuas frustraciones cuando la derrota inminente de la dictadura se queda en un casi, en un deseo incumplido, en un parecía que se iban pero siempre no. Esa repetida sensación de tener en la mano la botella de escocés que está guardada para cuando se acabe la plaga, y tener que ponerla de nuevo en su sitio con la resignación de que seguirán las mismas caras perversas de siempre y habrá que esperar un rato más. La historia que se ha vivido una y otra vez, con saña, desde el 11 de abril de 2002 hasta nuestros días. Y contando.

Los episodios que han despertado más expectativas de salida del régimen chavista ocurrieron cuando la gente desbordó las calles del país en 2002, 2004, 2014, 2017 y 2019, por hablar de los movimientos más notables. Desde siempre, la dictadura le ha tenido pavor a las manifestaciones masivas; tiembla cuando cientos de miles salen a protestar, y por eso mismo su reacción represiva está preparada y ensayada: el hampa de los colectivos –los que hacen el trabajo más sucio- sale hombro a hombro con la GN, la PNB y demás cuerpos de terror despachando lacrimógenas, perdigones y plomo de verdad, con las habituales detenciones y asesinatos selectivos. Esto se repite hasta que la gente se cansa. Hasta que se olvida de la razón por la que salió a manifestar y regresa a su precaria supervivencia, agotada y con las manos vacías. Con la frustrante sensación de que esta vez tampoco se pudo y será mañana o el mes que viene, a pesar de los discursos y las arengas del liderazgo.

Aquí llegamos al meollo del asunto ¿Cómo se le dice a alguien que salga a manifestar, que se someta a la represión brutal de unos carniceros, que arriesgue la poca libertad que le queda y hasta su pellejo, cuando es posible que el sacrificio termine en nada? ¿Quién le asegura al que se enfrenta al régimen en la calle que esta vez sí, que sí se puede, que solo falta un empujoncito, que por ahí vienen los Marines? Y aquí de repente está la primera lección, que es que no hay que prometer ni asegurar nada. No hay que proclamar la inevitable salida del régimen en 2, 3 o 12 meses, porque si transcurre el preaviso y el chavismo sigue mandando, los chorros de agua fría se desbordarán sobre la gente y el próximo arranque, cuando suceda, será desde más abajo, con más cansancio y menos credulidad.

¿Y a cuenta de qué saldría la gente a protestar si es posible que no se logre nada?, como no sean más heridos, detenidos y asfixiados. Porque si los ciudadanos se quedan en su casa, de seguro que no hay salida. La protesta de calle es condición necesaria –aunque no suficiente- para recuperar la República. La decisión, al final, no es nada fácil: está entre un alto riesgo de fracaso y la peor de las certidumbres.




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