Nació en Urama cerca de Morón. La madre lo parió en su casa, asistida por Matilde, quien aunque ya vieja, ejercía con propiedad el oficio de comadrona. En esos tiempos pasaron muchas cosas. El año anterior Pérez Jiménez cayó y cuando el vio la primera luz ya Fidel había bajado de Sierra Maestra. Fue ese mismo mes cuando desapareció Cienfuegos, a quien debía su nombre. Pudo llamarse Wolfang, Rómulo, Rafael, incluso Jóvito, pero su papá era socialista, revolucionario de verdad, y en ese momento Camilo estaba de moda.

Desde temprana edad lo llevaron a esas reuniones, aunque su mamá lo sacaría más de una vez por lo acalorado de las discusiones. Es que el compadre Dionisio decía muchas groserías. Un día se mudaron al Puerto. Apenas tres años tenía cuando el Porteñazo. Tiempo después su padre lo llevó al sector La Alcantarilla y le contó lo que allí había sucedido. Entonces sintió un llamado de aquellos muertos, lo acompañaría siempre.

De sus años mozos tiene buenos recuerdos. Estudió en el Liceo Miguel Peña porque un tío le consiguió el cupo. Tuvo buenos maestros, distinguidos profesores. Sin embargo profundizó en su tendencia izquierdosa, eso sí de ñangara con clase porque él podía tener malos ratos pero no malos gustos. De allí que se ganara fama de notable picaflor por hacerle ojos al mismo tiempo a la hija del dueño de la panadería de Rancho Grande y a la sobrina del director. Una era catira y la otra una verdadera morenaza.

Una vez llegó a su casa el candidato de su Papá. Se llamaba José Vicente. Él lo escucho con detenimiento. Con los años se daría cuenta que aquel hombre con bigotes de revolucionario no tenía nada. Vivía como un burgués en la capital con mucha plata y pocos aprietos. Su encanto se acabó el día en que fue a buscarlo al canal de televisión donde tenía un programa. Le dijeron que dejara una carta, lo hizo, nunca recibió respuesta.

Recordaba claramente esa mañana de febrero cuando Venezuela amaneció en golpe. Desde que vio al comandante quedó enganchado. Así fue como inició su camino de político, quería ser parte del proceso. Hizo filas en la llamada revolución, llegaba el socialismo del siglo XXI a cambiar el país. Y realmente lo cambió.

Hoy Camilo hace otra fila, se le ve triste, y eso que ahora un porteño es gobernador. Se le pasan los días buscando que llevar para la casa porque la bolsa del clap no le alcanza. El, con tres hijos y cinco nietos, debe procurarse otras entradas. Ha probado con algunos negocitos, hasta se convirtió en bachaquero. Al principio con orgullo colocó en su mesón una foto del Che, luego la quitó porque no vendía. Un día le quitaron la mercancía, llamó a los camaradas del partido, no le devolvieron nada.

A veces se encuentra con esa dama y se saludan con respeto. Ella que sigue en el Puerto, aunque sus hermanas se fueron para Valencia, se casó con el muchacho de la Marisquería que está frente a la bahía. Muchas veces fue allí, cuando la plata rendía, a comer calamares mientras disfrutaba viendo los yates en los muelles de la marina meciéndose en el mar con el Castillo Libertador de fondo.

Cuando arremete la angustia calma su espíritu un atardecer en el Malecón. Camina solo, se sienta y mira el mar. Ya no puede engañarse, la realidad golpea como las olas a las piedras. Sabe que su revolución envejeció al país. Lo volvió triste como el golfo cuyas aguas se extienden a los lejos. Al pensar en ello siente un ardor en el pecho.

Camilo va y viene por las calles y veredas de Puerto Cabello. Lleva el peso de sus penas y la carga de sus culpas. Viene descendiendo la cuesta de esa falsa cumbre que creyó conquistar en su anhelo de poder y ambición de ser. Con su ilusión marchita, sin colores ni retoños, siente desmembrarse la esperanza del cuerpo de un sueño que quedó tendido en la arena de Playa Blanca.

Darse cuenta de lo que no fue y de lo que no será es una bofetada a la vida misma. Persistir en ello es una triste burla a lo que queda de su estima, un desplante que le fustiga, un réquiem en la propia tumba de la ambición frustrada. Termina su actuación sin aplausos en ese escenario al que subió en afán de gloria. Conserva en la memoria la palmadita en la espalda de aquel dirigente que se pervirtió, que lo volvió parte de un colectivo violento y llenó su corazón de odio contra lo que hoy añora, o más allá, contra sí mismo.

Nos encontraremos para hacer las paces. Aunque las ganas de muchos no quieran y las ansias de revancha de otros no aconsejen. Pues si nos queda valor a ambos, después de esta devastación, recogeremos los restos, apartaremos las ruinas, enterraremos los odios e iniciaremos juntos la reconstrucción.

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