Muchas veces en la vida diaria, sin que ocurra ninguna actividad extraordinaria, aun sin que estemos dedicados a la ejecución de alguna operación física o un trabajo extenuante, comenzamos a sentimos agotados, inquietos y muy cansados. En esos instantes nuestro cerebro parece frenarse (!nos reclama!), y comienza a entrar en un bloqueo, del cual necesita escapar, ¡con un reclamo o hasta con un grito! Quizás lleguemos a descubrir que hay una razón para que estemos en ese estado obtuso y de confusión, en que estamos: ¡Todo se explica porque hay alguien que habla y habla, imponiéndose sobre los demás! En la jerga popular se dice que es gente que “habla hasta por los codos”. Esto ocurre por la corriente incapacidad para administrarnos durante las conversaciones, y por no comprender que deben existir silencios intercalados que nos permitan intervenir coordinadamente. En conclusión, ¡debemos aprender a saber cuándo callarnos!

Escribió Ernest Hemingway que “se necesitan dos años para aprender a hablar, y sesenta para aprender a callar”. Se refería Hemingway a lo largo y exigente que es el aprendizaje del silencio. Combatía así el escritor la aceleración incontrolada y el ruido destructor en nuestras sociedades. La naturaleza persistente y silenciosa, con su orden interior, en calma pero productiva, acoge a bosques y selvas enteras, que crecen sin hacer ruido, sin llamar la atención, con sabias lecciones que debemos interpretar: Quienes hablan sin antes haber aprendido el valor y el sabor del silencio, por ejemplo, corren el gran riesgo de informar, enseñar y aprender cosas equivocadas que, además, ya pueden haber sido tratadas y discutidas hasta el cansancio. Mucho de ruido queda de estas maneras de proceder. La naturaleza nos enseña mucho de lo que necesitamos aprender en la vida, y de cómo hacerlo con naturalidad, sin la ostentación de los humanos. En la naturaleza no oímos, ni nos enuncian, que cada planta va a crecer, o que sus hojas van a caer, ¡pero observamos que crecen sin cesar, que botan hojas si lo necesitan, y que hacen todo eso en medio de un grande y “humilde” silencio, porque la naturaleza no tiene orgullos ni prisas!…

Cosa parecida se aplica a la naturaleza y sociedades humanas. Al administrar el silencio se agrega valor anímico que beneficia el análisis, la crítica y los procesos humanos. El silencio oportuno, el callar con previsión, tiene valor estratégico y táctico impresionante, antes, durante y después de cada acción social, psicológica y política… Hay muchos que callan por miedo o vergüenza de no saber hablar, pero hay quienes callan porque aprendieron a reconocer cuándo llegan los tiempos oportunos de poder hablar. La imprudencia salta a la vista en aquellos que no pueden callar, porque un protagonismo escandaloso y un narcicismo agobiante, les mete en una “zona de combate”. ¡Sólo habla con seguridad, quien sabe callar a tiempo! Quien no aprende a callar, termina en la gritería “callejera” del activismo populista, compulsivo y frustrante, o el exhibicionismo vulgar. El silencio de la gente está a veces más cerca de la verdad, que sus palabras. Voltaire anunciaba siempre que, “en la corte del rey francés, el arte más importante no era hablar bien, sino saber callarse”; y mucho antes, Pitágoras había dicho que “no sabe hablar quien no sabe callar”.




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