Cuando conocí a las Montanari, Lucía y Paola, éramos todos veinteañeros y nuestros padres, probablemente, nos doblaban las edades, es decir, no llegaban a cincuenta. Sin embargo, cada vez que queríamos salir y a ellas no las dejaban, no faltaba quien dijera: “es que el viejo Montanari es muy estricto”. Con los años, nuestra amistad fue creciendo, al punto que Paolo y Giovanna se convirtieron en parte de nuestras familias y Paolo dejó de ser “el viejo Montanari” para ser simplemente Paolo, el amigo, el consejero, el hombre culto y sabio, el músico, el pianista que acompañaba a todo el que quisiera cantar.

Era maravilloso verlo interpretar tangos, que cantaba magistralmente Giovanna. Y todos entendimos de dónde venían tanto la belleza como los talentos musicales de sus hijas. Paola rompió récords de reproducciones con su Marinero, adoptando el nombre de su hermana, Lucía. Y Lucia, por su parte, además de ser licenciada en educación musical, con una maestría en gerencia, es de las compositoras más prolíficas que conocemos; una de las preferidas de la Orquesta Latin Vox Machine, de Argentina y su primera composición, es una de las canciones más bellas dedicadas a la Virgen Santísima, Era tan solo una mujer, mejor conocida como La mujer sencilla.

Pero Paolo y Giovanna se habían ido de Venezuela. Se fueron mucho antes de que comenzara la emigración venezolana por el mundo, eso sí, con su corazón sembrado en este país tropical, que los había acogido con amor en los años cincuenta.

Recuerdo en una oportunidad en que fuimos a Génova, Paolo nos llevó a dar un paseo por la ciudad y al llegar al puerto, contó que ahí había conocido a su amada Giovanna. Él tenía veintiún años y viajaba a Venezuela con su madre. Su papá se les había adelantado y los esperaba en Turén, un bello pueblo del estado Portuguesa. En el mismo buque en el que él viajaría a América, iban unas muchachas bellísimas con sus padres, estaban muy llorosas, despidiéndose de Italia. No tardó mucho en hacer amistad con ellas, y se enteró de que se dirigían a Chile. Durante los quince días que tardó el vapor en llegar a nuestro país, Paolo y las hermanas Mura, la amistad creció, pero se prendó de la menor, la de diecinueve años, Giovanna. Además, él no se cansó de tocar piano y una que otra vez, Giovanna cantó. Fue triste la despedida, él se quedó en Venezuela y ella siguió a Chile con su familia. La amistad se convirtió en noviazgo epistolar y en dos años y medio, se casaron, él en Venezuela y ella en Chile. Lo hicieron por poder. Al llegar Giovanna a Venezuela, la madre de Paolo, repitió la ceremonia y los hizo casar de nuevo, en persona. Y ahí no había duda de que el amor era profundo y verdadero.

Paolo era de esos italianos que trajeron conocimientos y ganas de trabajar. Fue uno de los pioneros de la urbanización El Trigal. Son muchas las casas del Trigal Centro, que en realidad se llama Parque El Trigal, que fueron construidas por Paolo Montanari y era Giovanna quien contaba que, viviendo en el edificio Venezuela, en la Avenida Bolívar, muchas veces se iba, en 1957, embarazada de Lucía, caminando por lo que hoy es la avenida San José de Tarbes, hasta llegar a la naciente urbanización El Trigal, para encontrarse con su amado esposo.

Hace unos años, camino a Calabozo, vimos la majestuosidad del embalse del Guárico, llamado Ing. Generoso Campilongo y mi comadre Lucía Montanari comentó que su padre, en la década de los cincuenta, había sido parte del equipo constructor del embalse, y que su jefe inmediato era Armando Schenone, ese conocidísimo chef venezolano, prestado a la ingeniería. Y fueron varias las obras en las que trabajaron juntos, siendo presidente el general Marcos Pérez Jiménez. El mismo Paolo contaba entre risas, que agradeció mucho a Dios que Lucía hubiera nacido un primero de diciembre, porque de haber nacido el dos, él no hubiera podido estar en la clínica, porque tenía que hacer presencia con el equipo constructor, en la obra que tocaba inaugurar el 2 de diciembre de 1957.

Sin duda, era venezolano. Lo son sus cuatro hijos, Lucía, Paola, Juan Pablo y Gian Piero y dos de sus nietas. Su castellano era impecable. No tenía acento italiano. Tal vez lo acompañaba un cantadito que lo hacía parecer un argentino con muchos años en Venezuela. De hecho, una vez un argentino que conoció una mañana en las aguas termales Las Trincheras, lo llamó paisano y todos nos reíamos mientras él se sentía ofendido, pues aseguraba que su acento era venezolano.

Y cómo olvidar las musicadas, nos reuníamos con sus amigos de la peña tanguera, las Pulido, los Gutiérrez, los Pérez y por nuestro lado, los amigos de siempre, Somos Iguales y sus agregados, donde podían estar Carlos Mata, Chile Veloz o Carlos Moreán.

Y Paolo escribía en El Carabobeño. Por más de veinticinco años tuvo una columna muy interesante llamada Desde Italia, donde exponía con claridad, sus ideas y opiniones de lo que ocurría en Venezuela. Cualquier evento político de importancia, Paolo lo registraba y opinaba al respecto. No podemos asegurar que perteneciera a algún partido político, no, era sencillamente venezolano, y siempre soñó lo mejor para su país de acogida. También escribió en El Universal y en el diario italiano, Il Jornale. Y no dejó de escribir. Su último artículo, Analogías Peligrosas, fue publicado el 26 de enero de 2021 y nos dejó trece días más tarde, el 8 de febrero del mismo año.

Su cristianismo y su correcto proceder, fueron modelo para todos nosotros, así como su pasión por lo que hacía. Llegó a entrevistarse con Pérez Jiménez en Madrid, a pocos años de su muerte, para escribir un artículo sobre el dictador. Recorría Forlí, su ciudad, en bicicleta y jugaba tenis con su hijo Juan Pablo, aunque tenía el corazón de boyscout como Gian Piero.

Han pasado dos años desde que se fue y todavía extraño su pluma, su piano y su sabiduría. Ya no podrá escribir Desde Italia, pero seguro está pendiente de todo lo que sucede en Venezuela y en Italia, desde el cielo.

Anamaría Correa

anamariacorrea@gmail.com




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