En un evento reciente que fue reseñado por la prensa digital se mencionó una cifra revelada por encuestas según las cuales el 78% de la población venezolana quiere un cambio en la conducción del país, lo que no debe extrañarle a nadie dadas las precarias condiciones en las que vive la gente. La otra afirmación que se publicó en la reseña revela que apenas el 10% del total de encuestados apoya sin reservas a la oposición. Al juntar ambos números se puede interpretar que el 68% de la gente quiere un cambio pero, para empezar, no está de acuerdo con las opciones que hay al día de hoy (chavismo y oposición) y posiblemente difiere de sus paisanos, por simple diversidad, en cuanto al tipo, la ruta y la profundidad del cambio.

Este tema del cambio y sus variantes no es abstracto, y mucho menos trivial. Es casi inevitable retroceder a los años finales del siglo pasado y recordar a la sociedad diciendo que ya el gobierno de los partidos no daba para más y había que borrarlo todo, sin importar hacia dónde nos llevara el experimento. El cambio se convirtió en un fin, no en un instrumento para mejorar la situación que vivía el país. En el momento de la verdad, la mayoría del electorado votó por la opción más radical, aquella de vamos a cambiarlo todo para que termine de pasar una vaina. Y pasó una vaina. Más de la mitad del país votó en contra de unos culpables –la clase política tradicional, la oligarquía, el poder establecido, los banqueros, qué sabe uno- y apostó a una etérea tierra prometida que solo existía en el discurso de unos charlatanes. Estando al borde del abismo, el soberano dio un paso al frente.Un salto al vacío que seguimos pagando.

Y no es que el cambio que requiere Venezuela tenga que expresarse, como el proyecto chileno de constitución, en cientos de páginas y casi 400 artículos que al final nadie va a leer. La situación es tan grave que la dirección que habrá que tomar el día después del chavismo no necesita grandes definiciones y declaraciones pomposas. Unas cuantas frases claras, sin guabineos, con metas precisas y una lista de objetivos relevantes debería ser suficiente para comunicarse con la gente y hacerle ver el mapa y la ruta del futuro.

Para empezar, un gobierno democrático, con contrapesos, poderes independientes, elecciones libres y transparentes y gente decente en los cargos de jerarquía. Luego, una economía de mercado -tanto mercado como sea posible- abierta a la inversión extranjera y sin áreas “estratégicas” reservadas al sector oficial, con unos entes reguladores independientes que se encarguen de asegurar la competencia y supervisar a los proveedores de servicios públicos. Del Estado no hay mucho que decir, excepto que sea pequeño y dedicado a las tareas de las que nunca debió salir: seguridad, salud, educación y algo de infraestructura. Y finalmente, un régimen de libertades: de prensa, de expresión, de asociación, de protesta, de crítica y de todo lo que deba ser libre en una democracia.

La lista de arriba es suficiente para describir de forma muy gruesa el cambio que se pretendería arrancar cuando llegue el día 1 de la reconstrucción. También debería ser suficiente para estimar la tarea gigante que significará llegar de donde estamos ahora hasta un sistema que se parezca en algo a una república funcional. Y aún falta por mencionar la mayor, más difícil y más larga transformación que habrá que emprender para que el país tenga un largo plazo viable. Nada será posible sin que se produzca un giro fundamental en la cultura colectiva, lejos de los caudillos y los iluminados, de las soluciones mágicas, del poder como un fin en sí mismo, de la recompensa inmediata y de tantas otras creencias que llevaron a la sociedad a comerse el cuento de que unos militares sin experiencia ni escrúpulos podían salvar al país.

Alberto Rial autor de libro «La Variable Independiente; el rol de la idiosincrasia en el desarrollo de Venezuela»




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