En mi artículo de hace dos semanas me referí a la convocatoria que hizo el presidente interino Juan Guaidó a los liderazgos más destacados de la oposición para construir estrategias comunes -una hoja de ruta, la llamó- que pudieran conducir eventualmente a la salida de la dictadura. Guaidó llamó por su nombre y apellido a los 10 personajes más relevantes del mundo político opositor, y los invitó a reunirse a la brevedad para elaborar el mapa de actuación que marcaría las acciones desde aquí hasta el día de la farsa electoral de diciembre, y más allá. Hoy, al momento de escribir este artículo, no sabemos cuántas reuniones ocurrieron ni cuán intensos fueron los acercamientos, pero los rumbos de la oposición venezolana siguen abarcando un espectro bastante amplio, sin que se vislumbren perspectivas de humo blanco.

El plan inicial de Guaidó tendría como asunto central la convocatoria a una consulta popular –hasta donde se sabe, es una especie de 16J de 2017 con esteroides- que contaría con el apoyo y la participación de la OEA y de un grupo de aliados internacionales. Las preguntas que se le consultarían al soberano aún no están definidas, como tampoco estarían definidas las estrategias que acompañarían a la consulta ni las acciones de fuerza previstas para que el resultado de estas elecciones -paralelas a las del régimen, se entiende- sea vinculante. En otras palabras, cuál sería el mecanismo para que la dictadura acate la decisión popular (y “popular” significa que se logre movilizar a suficiente gente) si es que esta decisión va en contra de la permanencia del chavismo en el poder.

Otras posiciones opositoras ensamblan el abanico. De un lado, María Corina Machado propone la creación de una operación interventora para, como primeros objetivos, controlar el territorio -para lo cual habría que desarmar a las fuerzas del régimen y sus aliados-, hacer llegar asistencia humanitaria a la población en estado de emergencia y restaurar la ley y el orden. Esta opción tendría  que contar con el apoyo de fuerzas armadas nacionales y extranjeras, y ya fue calificada de “realismo mágico” por Eliott Abrams, enviado del gobierno de EEUU para el caso Venezuela. Las palabras de Abrams, si bien fueron poco respetuosas, pusieron sobre la mesa una vez más que no es realista invocar la intervención de fuerzas externas desde adentro.

La tercera propuesta, más reciente, es la de participar en las elecciones del 6D y poco menos que  como vaya viniendo vamos viendo. Esta no es la dócil, complaciente y tarifada postura del grupo de los alacranes u oposición oficial, sino la ruta que acaba de marcar Henrique Capriles. Como en las otras dos opciones, quedan por definir muchas variables reales, siendo de primer orden las trampas electorales del chavismo, la incautación reciente de los partidos de oposición y, en general, la falta de libertades y la ausencia de mecanismos mínimos para garantizar un conteo de votos decente. Finalmente, está la dificultad adicional de subir la cuesta de la participación, contra la mayoritaria tendencia abstencionista que va mostrando la gente.

Las tres posiciones difieren en muchos temas, al menos en cuanto a contenido, y hasta se podría decir que son excluyentes. Pero hay elementos comunes entre ellas. En primer lugar destaca la poca probabilidad de éxito, mayormente por la dependencia de factores fuera del control de los promotores (la intervención internacional, el CNE cómplice del régimen, las acciones de fuerza). Y en segundo término, last but not least, está el carácter atrincherado de cada ruta y la escasa capacidad de negociar que va mostrando el liderazgo opositor.

Da la impresión de que el juego es aquí está mi plan y arrímate, en lugar de ir explorando coincidencias –aunque sean pocas- y a partir de ahí hacer el intento de armar un pacto unitario. Pero la negociación no parece ser el fuerte de ese mosaico de grupos y clanes que es la sociedad venezolana. Al final, el pacto de Punto Fijo fue uno solo, y sus protagonistas ya no están.




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