(Cortesía)

Aquí puede leer la historia de todos para descubrir poco a poco cómo los personajes se encuentran y cómo, pese a que cada uno tiene su propia historia, pueden tener en común mucho más que la situación de músicos migrantes.

Razones para irse

Extiende su antebrazo derecho. Yoliana Elena Mora muestra una cicatriz: tres líneas rectas en forma de una zeta se hunden en su piel blanca. “Es una puñalada”, explica.

Era el mejor momento de su carrera. Por fin todo le estaba saliendo bien, cuando un lunes del 2015, a las 8:40 p.m., una mujer corpulenta se bajó de una moto en la que iba de parrillera y la arrinconó contra la pared.

Yoliana regresaba de un ensayo, ya estaba a media cuadra del edificio donde vivía, en el este de Caracas. La calle estaba oscura, pero la luz que salía de un local comercial le mostró que la desconocida llevaba en su mano un cuchillo. Sin decir nada, se lo enterró.

Se pone nerviosa. Las manos le tiemblan mientras recuerda. Sentada en un mueble en la sala del apartamento donde vive hace tres semanas en Bogotá, cuenta que decidió irse de Venezuela por lo que pasó esa noche. Cuando la atacante ya se había ido, un corrillo de vecinos curiosos y preocupados rodeó a Yoliana y uno de ellos, médico, le hizo un torniquete de urgencia. “¡Mi carrera! ¡Mi carrera!”, gritaba al ver la herida abierta en su antebrazo.

Yoliana es flautista. Casi no podía mover los dedos. Los contraía, pero no era capaz de levantarlos. Por eso consultó, esa misma semana, al médico especialista del Sistema Nacional de Orquestas de Venezuela –El Sistema–, quien le dijo que la desconocida le había cortado tendones. El susto cuando escuchó el diagnóstico fue más profundo que el shock que le produjo el ataque. El corte lateral del cuchillo, astillado y oxidado, rompió totalmente el tendón del meñique y lesionó los tendones del anular, el índice y el pulgar.

En aquel entonces estaba superando el pánico escénico, ya se había recuperado de una epicondilitis lateral que le impidió estudiar su instrumento varios meses, cinco años atrás y había comenzado dos veces su carrera, desde cero. Nada de eso habría valido la pena si no podía volver a tocar. Si no se operaba antes del domingo siguiente, perdería la movilidad de forma definitiva.

Un flautista en un call center

Suenan canciones de Shakira y J Balvin. Los dedos golpean los teclados y algunas monedas caen dentro de la máquina de comida empacada. El ruido externo es interrumpido por el pito en los auriculares, que anuncia una nueva llamada. Todos hablan, pero no todos entre sí. Los acentos de colombianos y venezolanos se camuflan entre respuestas en inglés y español.

Fernando Martínez trabaja en un call center, y ese es el ruido que lo rodea siete horas y media, seis días a la semana, en las oficinas que quedan en el occidente de Bogotá. Es egresado del Conservatorio de Música Simón Bolívar, de Caracas, y hasta noviembre del año pasado fue flautista de la prestigiosa Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, a la que ingresó 10 años atrás, en 2007, como uno de los integrantes más jóvenes bajo la batuta del director venezolano Gustavo Dudamel.

Sus recuerdos viajan miles de kilómetros, hasta Puerto Ordaz, oriente de Venezuela, donde creció y tuvo una flauta traversa en sus manos por primera vez; luego hasta Caracas, donde vivió una década de días tristes y felices, y regresan a su presente. Es un sábado soleado de agosto en Bogotá. Fernando tiene 27 años. Lleva una chaqueta café de tela, cerrada hasta el pecho, sobre una camiseta blanca de cuello redondo.

A las 2:30 de la tarde comienza su turno en Teleperformance, el call center donde brinda soporte técnico desde mayo de este año. Mira el reloj. Todavía faltan unos minutos. El viento silva a las afueras del supermercado Oxxo donde se toma una bebida energizante. Le gusta el frío, aunque en Bogotá a veces “es demasiado”. Termina su bebida, deja la silla, acomoda un morral negro a su espalda y se va a trabajar.

Dos luises en TransMilenio

Un bus rojo frena. Las puertas de la estación se abren con dificultad. Un ‘cardumen’ de gente se amontona para entrar. La alarma suena como una sirena que acelera el paso de los rezagados. Las puertas eléctricas se cierran con un golpe seco. El motor lanza un bramido y el bus arranca. La ruta C84 de TransMilenio sigue su recorrido habitual, cuando Luis Fernando Amundarain y Luis David Rodríguez terminan a bordo su jornada de trabajo, entre las estaciones Suba/Calle 100 y 21 Ángeles, en el noroccidente de Bogotá.

Saludan a los pasajeros. Luis Fernando -21 años- anuncia “un poco de música”. Sentado en una caja flamenca, mira a Luis David -20 años-, quien se apoya sobre una de las barras verticales amarillas, su único soporte para tocar con alguna comodidad el fagot. El repertorio comienza con ‘Tico tico’, una canción brasileña, continúa con un popurrí de ‘El chavo del 8’ y termina con una cumbia, ‘Colombia, tierra querida’. Unas 15 o 20 personas aplauden, de las cuales 4 o 5 que les pagan. El bus vuelve a frenar. Son las 5:30 p.m. de otro sábado.

De las decenas de venezolanos que trabajan en TransMilenio, Luis Fernando y Luis David son los únicos fagotistas. Ese escenario de buses y estaciones, inusual para un instrumento europeo cuyo espacio natural son las orquestas sinfónicas y los teatros de conciertos, ha sido para ellos una oportunidad desde que llegaron a Bogotá, en febrero de este año.

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