La angustia y la ansiedad son dos amenazas (casi de una misma familia) que podemos reconocer,  desbocadas, entre quienes ni razonan, ni cambian de opinión. Es algo muy propio de las personas que sólo muestran rigidez y “petrificación” conductual. Cuando una persona se inmoviliza a sí mismo, por culpa propia, y se hace difícil y casi inmanejable, en lugar de ser una persona sociable y colaboradora, “se movilizara, pero arrastrando una gran desarmonía”, con posturas individuales rígidas, y con el aumento de las fricciones entre sus compañeros. En muchas ocasiones, quienes viven con angustia y ansiedad manifiestas no son conscientes de los efectos desorganizadores de sus conductas. Son personas difíciles, que desentonan en su círculo social, el cual debe ser muy limitado y agotador.

Recordemos, al contrario, que los seres humanos sanos y armoniosos son seres vinculares, que necesitan el vínculo afectivo y el sentimiento de coparticipación, como si fuesen las medicinas de todos los días. Son personas gustosas de hacer vida social y comunitaria. Pero, ¿cómo hacer que fluyan estos vínculos positivos en una persona rígida, prejuiciada, desconfiada, indispuesta a ceder? ¿Qué hacer con quien “tapa” sus oídos, “cierra” sus ojos, se “echa hacia atrás”, y luce arrogante ante la mínima sospecha de desacuerdo?

Ese tipo de personas abundan y pueden estar presentes en nuestro propio grupo de trabajo. Se hacen más visibles y “respondones” cuando se perciben olvidados; cuando no se consideran suficientemente estimados (o no admirados). Su capacidad de interferir, de molestar, no siempre con mala intención, puede deshabilitar la estructurada capacidad creativa, funcional y productiva del grupo, y desorientarlo en sus estrategias o tácticas organizativas más trascendentes… Discutir con ellos con miras a atraerlos o cansarlos puede resultar en fracaso… ¿Pero podemos hacer intervenciones no muy complicadas, ni muy técnicas o profesionales, pero confiables, para que se produzcan cambios en esas personas?

Un viejo decir afirma que “hablando se entiende la gente”. Esta afirmación parece muy razonable. Pero no es siempre así, ni tan fácil de lograr, por mejor que fuese la buena intención y propósito.  Hay muchas personas conocidas como “duras”, rígidas, difíciles, inamovibles, que se han ganado la fama de ser inamovibles en sus sentimientos y conductas. Son personas de refutar constante, que nos enfrentan en directo, con mirada frontal, sostenida y centrada en nuestros ojos. Son aquellos que dicen NO, aun antes de que se les haga una propuesta. Son los inconvencibles, siempre impositivos, acorazados ante todo argumento contrario. ¡El refugio más seguro de los inconvencibles ha sido siempre, tal vez, la fe ciega en alguna idea, el dogma y los dogmatismos! Los dogmas que asumen los dogmáticos como si fuesen “ciencia” y “verdad” innegables, eliminan toda capacidad de discusión, oposición o cambio. Los inconvencibles se sienten justificados y poseedores de la verdad. Bloquean la posibilidad de “abrir” la mente a nuevas ideas y corrientes de opinión, y buscan “adormecer” y hasta desacreditar o humillar a quienes tengan una opinión contraria. El planteamiento permanente es una idea compulsiva y insistente: “¿Estás conmigo o contra mí?”

Podemos hacer algo con esas personas. Quizás lo primero es entender su rigidez, y permitirles que hablen, y hablar en conjunto con sus temas; pedirles más explicación y mostrar una buena disposición, que puede sernos de utilidad, y hasta puede que olviden parte de sus posturas. Jamás confrontarles. Es un inicio apropiado, y más natural, para estos intransigentes. No mostremos hacerlo por compasión, porque sería el total final…  ¡Prueben, para comenzar!




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