Para este fin de semana el texto evangélico que presenta la liturgia católica nos lleva a reflexionar de nuevo sobre el capítulo quinto del evangelista Mateo. La primera parte es muy conocida porque se trata de un sermón de Jesús en una montaña. Sus discípulos estaban muy atentos a aquellas palabras porque el ambiente era familiar y fraterno. Había también allí una muchedumbre. Su enseñanza fue solemne. Habló, estando sentado, con una actitud propia de los rabinos y maestros de aquel tiempo. Las máximas que pronunciaría a continuación se conocerían para siempre, porque se convertirían en la mano de Dios que acaricia a cada hombre en sus angustias y dificultades.

Las bienaventuranzas son una carta abierta para los seres humanos de buena voluntad. Son consolación y restauración de situaciones difíciles y aparentemente irreversibles. El género literario usado en el texto de Mateo es el llamado “macarismo”, usado también en el Antiguo Testamento. Consiste en proclamar dichas y augurios que sirven de consolación en los momentos más críticos de la vida.

La primera bienaventuranza hace referencia a los pobres; son, de cierta manera, dichosos, porque de ellos es el reino de los cielos. Es una promesa futura. No es una resignación a una situación presente, sino un signo de esperanza por un porvenir mejor. Jesús quiere que quien llore, encuentre paz y sea sanado. Invita a los mansos a no desfallecer en su intento de implantar la paz y la concordia entre los semejantes, y les promete que heredarán la tierra, es decir, sembrarán aquí mismo la semilla contra la violencia y la incomprensión. Quienes hayan vivido la impotencia a partir de la injusticia, esos serán saciados. Cuando habla de la misericordia, lo hace en términos de retribución: quien la practicó, la obtendrá de vuelta. Los limpios de corazón podrán ver a Dios. Quien sea pacífico se merecerá el título de hijo de Dios. Si alguien ha padecido persecución por causa de la justicia, suyo será el reino de los cielos.

La última bienaventuranza es más paradójica, porque retrata a quien ha sido injuriado, perseguido, difamado y objeto de mentiras. También allí debe haber esperanza y regocijo, pues la recompensa, según Jesús, será grande en el cielo. En el pasado, ya habían hecho todo esto a los profetas. Y ahora, a los cristianos de hoy les toca cubrir el legado de todos los tiempos, con paciencia y fortaleza. Dios nos ayudará.




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