Evo Morales quiso trampear las elecciones y la gente lo hizo renunciar. Decenas de miles salieron a la calle en todo el país, acompañados por la policía, hasta que –y ahí está el detalle importante- las fuerzas armadas en pleno le quitaron el apoyo y lo invitaron cordialmente a dejar el poder. La secuencia de eventos fue muy precisa: primero, la burda maniobra de parar el conteo de votos; horas después, la reanudación del proceso con una injustificable reversión en las tendencias; luego, un equipo de la OEA, recibido por el gobierno ante la presión popular, comprobó el fraude y publicó un informe lapidario que motivó a más y más ciudadanos a protestar hasta que, finalmente, los militares se presentaron en televisión y cantaron el final del juego.

¿Hay alguna semejanza entre la situación venezolana y lo que acaba de suceder en Bolivia? ¿Alguna lección que aprender? Depende, diría uno. La situación económica y social de Venezuela es una catástrofe de proporciones históricas, mientras que la economía boliviana, con todo y sus desigualdades, sitúa a ese país en la categoría de “normal”. Morales se encompinchó con la Corte Suprema de Justicia para burlarse de un referéndum que le prohibía reelegirse y remató la faena dándole órdenes a su Consejo Electoral para ejecutar el fraude (órdenes, por cierto, que se ejecutaron sin decir esta boca es mía), pero  el irrespeto del gobierno boliviano palidece ante los cientos de golpes de Estado, elecciones viciadas, violaciones a la ley, a la constitución y a los tratados internacionales que ha cometido la dictadura venezolana.

En Bolivia las manifestaciones en contra de la trampa fueron masivas, pero ni se acercan –en número, frecuencia y tiempo- a las protestas contra el régimen venezolano que han concentrado centenas de miles, cuando no millones, de ciudadanos, durante las dos décadas que tiene el chavismo mandando. Tampoco se comparan las pérdidas humanas en ambos casos, porque las diferencias abarcan órdenes de magnitud: en Venezuela se cuentan por miles los asesinados, lesionados y torturados que carga sobre sus espaldas la dictadura, sin incluir las muertes por el hampa común, que superan las 300 mil personas, y los casi 5 millones de exilados.

O sea, que la crisis boliviana no necesariamente sirve de modelo para Venezuela, porque sus dimensiones son tan pequeñas -con respecto al desmadre rojo- que muchas de las premisas no se cumplen. Pero hay algunas referencias que pueden ser válidas, de las cuales la más relevante –e innegable- es que al final de todo la fuerza es lo que cuenta, aún sin ejercerla: bastó con mostrarle los cañones a Morales para que comenzara a pensar seriamente en su renuncia. Es cierto que los militares venezolanos no han tenido el menor gesto de institucionalidad y convicción democrática desde hace unos cuantos años, pero eso no niega la importancia de su respaldo para contemplar un cambio de régimen.

La salida boliviana está en proceso, y hasta ahora no ha sido electoral ni pacífica (ha sido relativamente incruenta, pero no pacífica). Está planteada como constitucional y democrática, imponiendo la ley sobre la trampa y castigando al tramposo con su expulsión del gobierno. Se ha hecho lo mejor que se ha podido, con los recursos disponibles y con la gente en la calle, sin retorno. Con un solo objetivo: el cese de la usurpación. Lo demás (el gobierno de transición y las elecciones libres) aún está por ocurrir.

Escribo este artículo el día antes de la gran marcha convocada en Venezuela. Para el momento de esta publicación sabremos hasta dónde se llegó.




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