Las últimas precipitaciones que han caído en la entidad han sido un milagro para los carabobeños que no cuentan con el servicio de agua corriente, pero para los habitantes del cerro El Calvario de Valencia, las lluvias son un tormento interminable.
La última vez que la casa de Carmen Delgado se inundó fue el pasado fin de semana. Tuvo que mover su cama hasta la sala porque es el lugar más seguro contra el agua que le entra por las ventanas y los agujeros del techo de zinc. “Estas no son goteras, son troneras. Parecen las Cararatas del Niágara”.

Con tantas afectaciones en su vivienda Delgado teme por la salud de su madre, una señora de 90 años a quien acaban de amputarle la pierna izquierda por necrosis de tejido. La preocupación y la impotencia aumentan cuando ve cómo se desmoronan las paredes por la humedad, sin poder remediarlo por falta de recursos: con la pensión no le alcanza ni para el mercado de una semana.
Delgado ha suplicado ayuda de las autoridades, pero hasta el momento ninguna le ha respondido. En medio de la desesperación reitera su llamado. “Por favor, ciudadano gobernador Rafael Lacava, yo sé que usted es una persona ‘humanitaria”.

Los insomnes de El Calvario
En la parte más elevada, antes de llegar a la Ermita de La Piedad, viven Lilian Jiménez y Florencio Graterol con una pequeña de cuatro años. Su casa está pegadita al cerro y cada vez que llueve, la familia no puede dormir porque mientras una aprovecha de recolectar agua, el otro se ocupa de remover las piedras y el barro que se vienen abajo con cada aguacero.
Los esposos antes vivían en una de las casas bajas donde el agua por tubería llega los fines de semana, pero hace dos años fueron reubicados en un terreno perteneciente al abandonado Parque Municipal Filas de la Guacamaya. “Yo no sabía que esto era tan peligroso”, aclaró Graterol, preocupado porque se le viniera el cerro sobre la vivienda que construyó con bloques de barro hechos por sus propias manos.

Con lluvia o sin lluvia, todos los días son un calvario para los cónyuges. Los días soleados y secos bajan el cerro para pegarse a la manguera de algún vecino y regresan cargando tobos con el preciado líquido, procurando no derramar ni una sola gota en la subida. En ocasiones Jiménez siente que no puede soportar más tanto sacrificio. “A veces dan ganas de salir corriendo de aquí”.