“Por mí ni un odio hijo mío,/ni un solo rencor por mí/no derramar ni la sangre/que cabe en un colibrí/ni andar cobrándole al hijo/la culpa del padre ruin/y no olvidar que las hijas/del que me hiciera sufrir/para ti han de ser sagradas/como las hijas del Cid”. El autor de estos versos es Andrés Eloy Blanco, venezolano de poética ciudadanía. El pasado martes 19 en la Universidad Metropolitana hubo un coloquio sobre el hombre y su obra. Entonces, se me ocurrió este comentario de intención preventiva y curativa, en este país históricamente limitado en su desarrollo institucional por el amiguismo que se nos va convirtiendo, cada vez más, en un país de enemigos. Máxime cuando nos acercamos a una oportunidad constitucional crucial para resetear nuestra convivencia política y social que no deberíamos desaprovechar. Ni los que piensan como yo ni los que piensan distinto, porque este es el país de todos.

Su modo caballeroso de hacer política nunca implicó renunciar a un principio, ni ser tibio en la defensa de su idea o en la condena de lo que combatía. Era, más bien, una coherencia entre palabra y hechos. Si yo defiendo la democracia como modo de convivencia libre y pacífica, no pueden mis actos desmentir mis intenciones.

“¿Por qué odiamos?” se titula el libro de Dozier que argumenta contra el “arma nuclear de la mente” que es el odio. Los clásicos ejemplos del odio cultivado: racismo, sexismo, nacionalismos, belicismos, polarización antipolítica desde extremismos de izquierda o derecha, al final se reducen a nosotros los buenos y ellos los malos. Esquema binario invariablemente engañoso en sus profundidades.

Tan conscientes estamos aquí de cuan nocivo es el odio para las personas y la convivencia entre ellas, que su prohibición es materia del derecho positivo. Pero si a la ley se le superpone la noción de “buenos y malos” antes dicha, el odio dependerá de quien odie, pues si es de los míos, lo suyo es amor del bueno. Entonces hay un odio que se castiga y otro que se tolera y hasta se promueve. Y así, no sirve.

Antes que prohibición y sanciones, empecemos por educar en la casa, en la escuela y en el debate público. Educar con el mensaje y dar mensaje con el ejemplo. Nos jugamos mucho. Intentémoslo.

El de Andrés Eloy, en su copiosa obra escrita tanto como en su vida civil, es un testimonio vivo de que es posible luchar sin odiar. Posible, necesario y mucho más sano para quien lucha y para aquellos por los que lucha.

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