Estar sentado en aquellas butacas de avión, con el corazón estrujado y una mano sobre la pequeña ventanilla mientras despide, entre  alegría y tristezas su país, no es el fin del drama que vive el venezolano que busca respirar aires de calma y tranquilidad arrebatados por un golpe en el estómago del Gobierno, desde que decidió olvidar su compromiso con el pueblo.

Se cansó de comer mango día y noche, porque en la despensa sólo había polvo; se cansó de no tener para pagar los repuestos del auto que ganó en una rifa años atrás, de un sueldo insuficiente y de la inseguridad. Martín Flores es uno de los más de 2 millones de jóvenes, con una edad promedio de 32 años, con estudios universitarios, maestrías y doctorados, que decidieron atravesar las fronteras de Venezuela para poder reempezar a vivir. Su destino, Colombia. Creyó que el pesado bolso del inmigrante sería fácil de lidiar, pero su historia fue totalmente diferente.

Los venezolanos están presentes en 94 de los 193 países miembros de  la Organización de Naciones Unidas (ONU), según las cifras presentadas por Iván de la Vega, profesor de la Universidad Simón Bolívar y director del Laboratorio Internacional de Migraciones, durante una entrevista en Globovisión

Fue de improviso. Un día una amiga muy cercana lo llamó, le dijo que estaría en Venezuela por un mes y le hizo la pregunta que muchos quieren escuchar “¿Te animas a irte conmigo a Colombia? allá podemos buscar trabajo y salir de este desastre”. Martín no lo pensó dos veces, tenía alrededor de tres semanas para planificar todo, sacar sus ahorros y embarcarse a su nuevo reto.

Salió en autobús, como muchos otros que no cuentan con los recursos económicos para costearse un pasaje de avión. Atrás dejaba Santa Rosa, la zona de Valencia en la que vivía desde que tiene uso de razón y donde se quedó su madre, a la espera de que él tuviera éxito. El viaje fue largo, agotador, una travesía titánica que terminó en la montañosa Bogotá, una de las ciudades más costosas del país vecino.

Cada uno alquiló una habitación en una casa que ofrecía hospedajes, era pequeña pero funcionaba para su cometido, descansar y comer. En su maleta llevaba dinero, 150 mil bolívares, los cuales pasó a convertir en pesos colombianos y 500 dólares para cualquier situación que se presentase. En un sobre manila guardaba su título universitario, que lo certificaba como licenciado en educación, mención inglés, egresado de la Universidad de Carabobo. El detalle es que no estaba apostillado, le pareció un proceso demasiado engorroso y largo como para alguien que tiene la urgencia de migrar.

 

El errante laboral

No esperó mucho tiempo. Al día siguiente emprendió su recorrido. Aquella primera semana buscaría trabajos afines a su carrera, profesor de institutos de inglés, profesor en algún colegio bogotano, recepcionista en un hotel y operador en call centers. Esperanzado, aguardó  buenas noticias y así fue. Su celular sonó para informarle en varias oportunidades que acudiera a algunas entrevistas.

“No contratamos a personas sin papeles”, “Oye la verdad es que tienes el perfil para el puesto pero no tienes papeles”, “vuelve cuando tengas papeles” dijeron los encargados de  las entrevistas, no sólo a él, sino a su amiga. Culminaba la primera semana y  su visión cambiaba, había que acabar con la zona de confort.

Los trabajos de mesonero, pela papa, vendedor en tiendas, anfitrión eran su nueva esperanza. Los ánimos seguían por lo alto, pero la historia se repetía. Nadie parecía estar interesado en contratar a un par de venezolanos sin papeles que, igual que muchos otros, buscaban establecerse en su país, como alguna vez hicieron los colombianos aquí.

El dinero comenzaba a agotarse. Cuatro semanas habían pasado y nada ocurría, no era muy usual que costase tanto encontrar trabajo.Tenía amigos que en dos semanas conseguían empleo, nada extraordinario, pero al final una oportunidad laboral para ganar un sueldo de 800 mil pesos. Ya estaba desesperado, perdía peso con rapidez, mucho más que en Venezuela, en donde una arepa podía ser su único alimento o el más repetitivo durante el día.

En ningún momento llegó a pensar que la razón que lo mantenía desempleado era su nacionalidad. Al contrario,  muchos de los mesoneros, friegaplatos y limpiasuelos son venezolanos desesperados por trabajar. “La verdad, esa es la actitud,  hay que sobrevivir, pero el colombiano te pone a trabajar casi 12 horas, te pagan menos y nadie se queja por la necesidad, pero sí hablan de que los venezolanos llegan y les quitan los trabajos. Aunque nunca me llegué a sentir realmente discriminado, se refirieron a mí una vez como veneco (venezolano colombiano), una palabra que es usada de forma despectiva para referirse a los inmigrantes como yo”.

 

Guayaquil

Desde el momento en que atravesó la frontera de Táchira le avisaron que para permanecer más de 31 días en Colombia era necesario pagar en la cancillería 100 mil pesos para que el plazo se extendiera por tres meses más. Flores decidió salir del país, lo cual equivalía a la misma cantidad, porque si reingresaba se le otorgaba un nuevo período de estadía.

Para ese entonces habían tenido que disminuir los gastos y decidir si pagar renta o comer. Su nuevo destino era Ecuador, concurrido por los venezolanos debido a su economía dolarizada que se ha visto impactada por la baja del petróleo, pero que sin embargo se mantiene mucho más estable. A diferencia de Colombia, en Guayaquil los esperaban unos familiares de su amiga, lo que fue un desahogo para su bolsillo.

El factor dólar parecía significar un punto doble en los intentos del educador por sobrevivir a la aventura del inmigrante. En esta oportunidad se decantaron por trabajos en centros comerciales, pero aunque en su destino anterior las cosas parecieron malas, en Ecuador fueron peor. Nunca los llamaron, no hubo ni si quiera un repique, una señal de que los empleadores sintieran el más mínimo interés. No los necesitaban y era un nuevo golpe para la moral y las esperanzas

 

De regreso

Colombia los volvía a recibir, intentaron olvidar los tropiezos anteriores y empezar nuevamente, esta vez en Medellín, una importante ciudad, mucho más económica y en la que habían puesto sus nuevas piezas a andar. La suerte empezaba nuevamente para ambos. En la primera semana, la amiga de Flores fue llamada a una entrevista y fue aceptada. Durante ese tiempo ella asumió los gastos de arrendamiento y comida. Martín sentía vergüenza “Me daba pena conmigo mismo ver que pasara el tiempo y no pudiese ayudarla”.

Casi cuando terminaba el tercer mes recibió una llamada. Un instituto de inglés estaba interesado en sus aptitudes, era la oportunidad que esperaba. Fue recibido con los brazos abiertos, lo único que le solicitaban era que pidiera la visa en la cancillería para poder comenzar a trabajar. Ellos le darían los papeles correspondientes: Estados de cuenta de la empresa que cubrieran el equivalente a 10 sueldos mínimos, contrato firmado por un año, registro mercantil y el RIF colombiano.

El viaje hasta el Ministerio de Exteriores en Bogotá le tomó 12 horas y tuvo un costo de 80 mil pesos. Allí se topó con una gran cantidad de venezolanos que solicitaba visas de todo tipo. Otros las iban a renovar y él, con sus papeles, pretendía obtener una. En la taquilla fue atendido y sorprendido con la alerta de que le faltaba un papel, debía buscarlo y regresar. Así lo hizo, pero el resultado luego de consignar los documentos fue un “su visa fue denegada”. No le dieron razones, la persona que lo atendió aseguró que esa información era confidencial, había perdido 150 mil pesos en la tramitación de los papeles. Ya no había más nada que hacer en Colombia, era momento de volver a Venezuela.

Martín Flores regresó a su casa en Santa Rosa, sin deudas, porque su amiga le dijo que las pagara cuando pudiera.Volvió a conseguir trabajo en el instituto en donde antes estaba, pero en una posición inferior. Planea irse de nuevo, esta vez a EE.UU, pero aún desconoce cuándo, es algo que tiene entre ceja y ceja. Considera que sus 30 años influyeron en sus oportunidades laborales, pero admite que volvería a migrar, porque en Colombia tenía la seguridad y el alimento que aquí le falta y eso no tiene precio. Es algo por lo que luchará.

 




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