Durante una larga evolución natural, las emociones cambiaron el cerebro de los mamíferos más avanzados, un privilegio que es más evidente en nosotros, los humanos. Estos cambios evolutivos han estado presentes por más de 200 millones de años, y se han perpetuado en una poderosa influencia que sigue viva en nuestra actual especie. Gradualmente, luego de muchas decenas de millones de años, durante los dos últimos siglos, (el XIX y el XX) comenzó a desarrollarse y destacarse la tendencia a hablar de una forma de conducta que se le ha conocido, sencillamente, como “inteligencia” (humana). Pero más recientemente, a partir del último tercio del siglo XX, ha aparecido y se ha fortalecido el uso de un nuevo término que destaca cualidades destacada de la inteligencia humana: es el caso de la llamada Inteligencia Emocional…

¿Y qué es eso, así tan pomposamente denominado? La expresión “inteligencia emocional” se escucha con facilidad en el léxico actual de la gente corriente, igual que en intelectuales, y en profesionales de la conducta, en gente de ambientes y situaciones diferentes. Pero no todos se refieren a lo mismo cuando sacan a relucir el término “inteligencia emocional”. Para algunos la inteligencia emocional aparece como si fuese una inteligencia más avanzada, y más eficiente que la por años ha sido conocida como “inteligencia analítica”, esa corriente que ha sido medida con cifras numéricas a través de los “test de inteligencia”.

Pero, también hay quienes se refieren a la inteligencia emocional en un sentido negativo, improductivo e ineficiente, de inoperancia, como la incapacidad para controlar las emociones: “Como si en los momentos de retos y exigencias, disminuye o no existiera la llamada inteligencia emocional”. En medio de tan variada confusión, muchos creen que la llamada “inteligencia emocional” es sólo otro tipo de inteligencia inventada. Toda esta confusión proviene, tal vez, de que el concepto de inteligencia no se refiere a algo absoluto, que pueda precisarse como la talla o el peso de las personas, y siempre dependerá del criterio de medición de quien haga la observación. Por estas extendidas dudas, vale la pena comenzar por aclarar el concepto.

No existen emociones que puedan ser declaradas, en sí mismas, como positivas o negativas: La emoción resulta siempre del efecto que experimente la persona (vivencia) ante una situación. Unas emociones son útiles y benefician al individuo, y otras ¡no ayudan para nada! Una respuesta emocional como la alegría, la ira, o la vergüenza, serán útiles o no, en función del contexto y del momento y la cultura en que nos encontremos. Cuando alguien dice: “es que yo soy yo y mi circunstancias”, se refiere a una famosa frase del filósofo español Ortega y Gasset, quien quiso decirnos que no todo lo que le sucede a alguien depende de él mismo (o ella misma), y que él (o ella) no son del todo responsables de cómo actúen, porque también han influido las circunstancias en que se encuentren.

Si una respuesta nos ayuda a relacionarnos con el mundo, con los demás y con nosotros mismos, es adaptativa, y será estimada como una emoción eficiente, que es lo que algunos señalarán como “inteligencia emocional”, siempre que sus consecuencias lo sean. Fue quizás el emperador romano Marco Aurelio (121-180 DC), apodado “el sabio”, el padre de la idea de ‘inteligencia emocional’. En su obra ‘Meditaciones’, excelente tratado de lo que hoy es inteligencia emocional, incluyó una frase que podría hoy usarse en las escuelas de psicología y psiquiatría: “La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”. Bien utilizada esta afirmación, es casi igual a decir que: la razón siempre será más poderosa que las emociones. ¿Quedó claro lo que es la “inteligencia emocional”? ¡El caso es que una misma cosa la haremos diferente, según cómo manejemos nuestras emociones del momento!




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