César es un guerrero popular. Ha llegado a esa categoría por su permanente activísimo social en la zona sur de Valencia. Lo conocen por su vehemencia, habla con firmeza, genera opiniones y defiende posiciones, aunque su predicar no sea muy escuchado en los salones del otrora convento de las Carmelitas donde se ejerce el poder en Carabobo.

Como hombre comprometido se ha labrado el respeto de su comunidad. Es así como se hace presente en todo que allí sucede, desde la organización de un torneo de futbolito pasando por enfrentar las crecidas del Caño La Yuca hasta ser apoyo y soporte de la acción solidaria que su madre y otras voluntarias llevan adelante en un comedor infantil que, sin mayor pretensión pero con gran vocación, establecieron ante la evidente y cruda realidad que viven muchas familias en ese populoso sector.

César siempre fue un hombre libre. Andaba en su moto para arriba y para abajo, como cabalgando en caballo de acero la inmensidad de su propia sabana, de horizonte amplio, sin cerca ni empalizada, como veía convertidas a su paso las calles y avenidas de la ciudad. Disfrutaba rodar sintiendo el aire fresco en su rostro, no le gustaba mucho usar el casco pero solo lo llevaba cuando salía de Trapichito, donde vive desde siempre.

En su andar sorteaba los riesgos que se viven a diario por esos lados, mas nunca pensó que una noche decembrina, estrellada y fría, se encontraría frente a frente con la maldad. Esa que ha invadido los barrios de un país sin justicia, que se expresa a través del plomo que escupen las armas que reparte la banda de turno o el pran que controla la zona, en esa recluta de jóvenes que hacen filas en la violencia que tiñe de rojo los sectores menos favorecidos de las urbes citadinas. Realismo siniestro que grafica una realidad ignorada, como guión de film taquillero, en versión actualizada de Clemente de la Cerda.

Esa noche recibió el impacto de dos balas cuando se resistió a entregar su moto. Caería su cuerpo herido sobre el asfalto seco, penetrado su abdomen por el metal deforme del proyectil que abrió su piel, partiendo huesos y rompiendo la médula que sostenía su cuerpo de atleta y su corazón valiente de hombre joven y rebelde.

Lo de Yesenia no fue muy diferente. Ella es una muchacha bonita, de las últimas hembras de doce hermanos. Una estudiante destacada que asiste al colegio todos los días, aunque la lluvia desborde el canal y se inunde la vereda donde vive. Ese día volvió a nacer, y aunque el suceso le marcó la vida, hoy ha comprendido que recibió una nueva oportunidad. Nadie sabe cómo se inició todo y ella solo recuerda el impacto en su espalda cuando la alcanzó la bala perdida que disparó algún malandro durante un enfrentamiento entre bandas, de esos en los que se ajustan cuentas o disputan territorios, en la borrachera fatal de violencia en que se convierten las vidas de muchos cuando quedan entre fuego cruzado después de la ingesta de un cóctel tóxico que retuerce la razón de un colectivo desquiciado.

Esa es la historia que los une, la realidad que los acerca. César y Yesenia son discapacitados. Sus vidas se mueven sobre las ruedas de sus sillas, como carruajes impuestos que el destino pretendió asignarles, para limitar la movilidad de sus cuerpos y almas, sin contar con ellos mismos y que la fuerza de su fe se opondría a tal designio. Hoy, cual pilotos de fórmula en las pistas de sus sueños, transitan sus realidades sin queja ni reproche. Sobre sus limitaciones físicas se levantan más allá de sus sillas con el soporte de su dignidad y mística. El, trabajando en su activismo, construyendo el camino de los ideales que comparte con quienes procuran un cambio para su país. Ella, con su imagen de virgen en traje colegial, convierte su sonrisa en musa para los poetas de su generación, con su olor a almizcle de muchacha criolla, dispuesta a echar palante como su digna madre y ser como ella buena paridora, tal vez de un infante de luz, transformador de nuevas realidades, para ella, los suyos y los nuestros.

La otra tarde los encontramos luego de que la lluvia inundó nuevamente el barrio. Habíamos llegado para apoyar una buena causa, de esas que cruzan fronteras cuando se quiere hacer el bien. Subidos en las sillas nuevas que una buena mano les hizo llegar, brotaba en ellos la emoción de un nuevo comienzo mientras iluminaban su rostro con la mirada brillante que refleja el alba en un amanecer.

Al retirarnos de la casa humilde, más rica en amores, nos fuimos con la lección aprendida: la tarea asignada comienza por no dejarse vencer por otra discapacidad, la que impide caminar a las almas cuando abandonan sus causas, que hace inválida una voluntad cuando deja de luchar por lo que cree y anhela, la que postra los corazones cuando dejan de amar.

Estos jóvenes representan una casta de hombres y mujeres que se levanta con espíritu indomable y se niega a entregarse a la adversidad. Son para otros, bien dotados y dispuestos con mayores facultades físicas, ejemplos a seguir en esta Venezuela de duras realidades y dolorosas ausencias pero de ganas vivas y ansias intactas.

Que las ruedas de esperanza de Yesenia y César nunca dejen de rodar, unidas sobre los ejes engrasados de sus ilusiones y anhelos de mejor porvenir, para superar las penas, para pasar sobre las dudas y transformar en realidad lo que merecen lograr.

 




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