Las tierras del sur de España dan buenos pastos para el ganado vacuno. Allí, el uro evolucionó para generar una nueva especie, el toro ibérico, de carácter irritable y agresivo. En todas partes del mundo, las labores de ganadería incluyen, ente otras, el herraje de los becerros y becerras, la cura de heridas, la extirpación de gusaneras, o la vacunación, para lo cual se requiere la separación del animal de la manada y su inmovilización. En nuestros llanos se practica el “coleo”, que consiste en asir a la res por la cola mientras corre por la sabana y, poniéndose el jinete “coleador” en paralelo a ella, la hala por el rabo y la hace perder el equilibrio, tumbándola. Rápidamente baja de la montura y le ata las extremidades para inmovilizarlo. En España se hace empujando por el anca al animal, con la punta de una larga vara o caña, para hacerlo caer de lado.

Como nuestras “coleaderas”, allá comenzaron a celebrar las “fiestas de toros y cañas”, para lo cual se habilitaba la plaza del pueblo, cerrando las calles con talanqueras improvisadas, evitando así la huida del toro, en resguardo de la seguridad de los espectadores que animaban y aplaudían a los jinetes que, con sus largas varas, acosaban a los animales para derribarlos. A veces, el toro embestía con furia y desmontaba al “picador”, y en su defensa acudían otros hombres, hábiles en el manejo de las reses en el campo, con capas o mantas para desviar la atención del animal hacia ellos, y así salvar al jinete caído. Los “capeadores” recibían numerosos aplausos y muestras de admiración por parte del público y, con el tiempo, devinieron en toreros, más admirados que los mismos de a caballo.

En aquellas tertulias en la recordada tasca “La Españolita”, aprendí de Vicente Lozano Rivas, médico veterinario y profundo conocedor del tema, que lo que era festejo de pueblo se convirtió en negocio, y algunos avispados se hicieron empresarios taurinos, construyendo edificios específicamente diseñados para la celebración de “corridas de toros”, con un espacio, confinado entre barreras de madera, rodeado de tribunas donde acoger a un público que pagaba por entrar a ver el espectáculo que, poco a poco fue evolucionando a lo que es hoy. La forma circular se debió a que, de esa forma, se evitaban los rincones o recovecos donde el animal pudiera refugiarse para defenderse mejor de los acosos de los toreros.

En el campo, algunos toros eran, por lo agresivos y violentos, especialmente inmanejables, y por ello, para cumplir con el quinto mandamiento de la Iglesia, es decir, el pago de los diezmos y primicias, los ganaderos enviaban a los monasterios a aquellos díscolos animales, que les eran un estorbo en el cotidiano quehacer del campo. Los empresarios notaron pronto el detalle: los de los curas eran los toros más bravos, y empezaron a suplirse de ellos para su negocio.

El llamado “toro de lidia” fue evolucionando, mediante una cuidadosa selección, hacia un animal que embiste al trapo que se le pone delante de los ojos, que tiene la bravura suficiente para luchar contra el caballo, que lo hiere con una puya en el lomo, o el torero que le clava palos con arpones en la nuca. Se ha convertido en una especie única, criada y alimentada con ese propósito.

Recordando a Lozano: De no existir las corridas de toros, esa especie desaparecería, como lo hizo, aunque por otras razones, su antecesor el uro.La llamada “fiesta brava” es la razón de ser del toro ibérico; las desapariciones de ambos están muy estrechamente ligadas.

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