Viendo a este país uno podría pensar que nos encontramos inscritos en las páginas de las novelas del escritor venezolano Miguel Otero Silva. Pasamos a ser una suerte de Parapara extendida, ese pueblo fantasma lleno de epidemias, de agobios, de miserias, en donde la muerte se paseaba por las calles y un circunloquio espiral conectaba inexorablemente el pasado con el presente y sencillamente no había futuro, sino una inmensa incertidumbre, una tortura eterna, el no saber, no tener certeza, vivir de las relatividades y de la esperanza cada vez más menguante de poder extender el pulso vital de unas casas que se mueren y con ellas sus habitantes y el pulso vital de un pueblo.

La pandemia, esa nueva peste mundial, que se anexa a las ya existentes en un país sin servicios médico-asistenciales, lo cual han escandalizado hasta a la muy distante Organización de las Naciones Unidas. Esta crisis compleja reside en sórdidos momentos de búsqueda de alimentoshasta en la basura, debido al hambre de un amplio y creciente sector de la población, esa imagen que deshumaniza al ser, ya dejo de ser tabú, fue superada en horrores y rigores de manera superlativa. Todo es susceptible a empeorarse en los predios de los saberes sociales, de hurgar en la basura, pasamos a una paroxística situación de hambre, en la cual sesenta por ciento de nuestro país no puede comer, y así cada una de nuestros indicadores se hicieron hipérboles, hasta en la sintaxis elemental asistimos a la muerte del Bolívar de Albert Desiré Barre, la moneda era una cáscara inútil y se apela a un signo monetario que sólo le permite a algunas casas languidecer y agonizar más lentamente que aquellas que ya están muertas.

Así como en la obra de Miguel Otero Silva, la peste, ahora trocada en pandemia, en esta Venezuela que ya no es un país, sino una copia extendida de la Parapara llanera de las Casas Muertas, sigue acumulando víctimas, unas de pestes prevenibles, absolutamente ligadas a la pobreza y a la miseria en la cual estamos sumidos, por la voluntad omnímoda de un Estado que se hizo total y además falló, asumiendo que es incapaz de proteger a sus ciudadanos, en estas contemporáneas casas muertas a diario juegan Thanatos y las enfermedades, los hospitales son templos de dolor,en su mayoría colapsados círculos del averno de Dante, cuyos umbrales ni siquiera acompañados por Virgilio podríamos surcar.

Esta peste amenaza con hacerse exponencial, con crecer, con anidarse en brotes espasmódicos en medio de una existencia infame, sin dignidad, propia de aquella rural Papara descrita por Otero Silva. La epidemia nos deja sin aliento, nos asfixia, así como también nos asfixiala falta de libertad y el temor.

De acuerdo al nuevo informe emitido por la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, en el país se cuenta con 1324 personas fallecidas en operaciones de seguridad. El temor, que también es una peste y contra cuya expansión no vale ningún protocolo profiláctico, se extiende para fracturar el capital social, en tal caso nuestra patología socioeconómica nos lleva directo a una agonía que no culmina con la muerte, pues las sociedades no desaparecen y siempre se puede estar peor, como lo demuestra nuestra miniaturización económica, que nos retrotrae a 1945, y justo en ese salto regresivo podemos asumir que todas nuestras casas están ya muertas, que el pulso social de nuestras ciudades es fantasmal y que inexorablemente nos dirigimos societariamente a un estadio superlativo en rigores y dolores.

Ese terrible panorama descrito nos enfrenta a la rudeza de aquel pueblo que se desarrolló en torno al pozo “Oficina Número Uno”, ese lugar ficticio y atemporal en donde la anarquía reinaba, pero claro con la marcada disimilitud que reside en el evidente hecho de que ese rudimentario y ficticio primer pozo de petróleo, podía promover crecimiento y algún grado de desarrollo. En nuestro caso, la desmantelada Petróleos de Venezuela reportó una producción minúscula, cercana a la de hace 73 años, produciendo el despropósito de no encontrar gasolina en un país productor de petróleo, así la actual PDVSA, es mucho menos capaz de promover crecimiento y estabilidad que ese pozo de la “Oficina Número Uno”. Somos una negación de la verdad, una suerte de país surrealista, en el cual cualquier cosa puede ocurrir, hasta dejar de ser capaces de producir petróleo, el recurso del cual nos ufanábamos de poseer en exceso y que este régimen perverso logro también minimizar, al acabar con la infraestructura requerida para su extracción y procesamiento

Venezuela es un país en agonía, dejó de ser una república, cuando el Estado trasgredió todas y cada una de las formas legales de contención de sus límites racionales, para trocarse en este Leviathan que amenaza con tragarse todo a su paso, que recalifica la verdad y la muta, fracturando el capital social y sembrando desconfianza. Si bien es cierto que la pandemia es una incertidumbre que afecta a todo el género humano, no es menos cierto que en Venezuela esta asume proporciones indecibles con el umbral del dolor que como sociedad podemos aceptar.

Cada una de nuestras yertas casas, perfila un drama humano a lo particular, una singular forma de padecer dolor, una eventualidad. Nuestro dolor parece que posa eternamente para el caballete de Cristóbal Rojas, aún hay colores y oleos para pintar la miseria y el dolor, a esa primera y última comunión. Somos un aluvión hecho país, un precipicio de angustias hacia la incertidumbre, un caldo de cultivo para estas y otras pestes. Somos pues un verdadero horror, un país que sucumbe entre la agonía de sus casas muertas y la inviabilidad de PDVSA, trocada en una ruinosa y también estéril “Oficina Número Uno”.

La última frontera de posibilidades para este régimen, era luchar contra Cronos el tiempo y vencerlo, haciéndole recoger la madeja a Clío la Historia y defenestrándonos setenta y tres años al pasado, En este demencial 2020, Petro Boscán, Petro Piar y la Cuenca de Maracaibo, son todas inferiores a “Oficina Numero Uno”, solo nos asemejamos en la anarquía de aquel mítico pueblo que se presumía el Tigre y que ahora es toda Venezuela, la confianza es una cualidad ausente, en cuya sustitución están los pactos aviesos, que embridan jugosas comisiones pecuniarias, en las cuales se vende a un país entero. La bribonería y la traición han sustituido a la política como ciencia arquitectónica para la consecución de un fin progresivo. Finalmente como en Casas Muertas, solo nos corresponde orar, confiar en Dios en medio de este extravió en el cual día a día se decide si nos contagiamos o trabajamos, vivir sempiternamente torturados ante la incertidumbre de un contagio, que encontrará seguramente asidero en las muy viables condiciones, para la inmundicia y la peste que este régimen ofrece  diario, producto de su maldad congénita.

Necesitamos refundarnos, desde la verdad, la confianza social y la reconstrucción del capital social, de lo contrario, la posibilidad de retornar a la falla del socialismo y su estafa histórica es una realidad tangible y terrible.

«Yo no vi las casas, ni vi las ruinas. Yo sólo vi las llagas de los hombres. Se están derrumbando como las casas, como el país en el que nacimos. No es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no ser hombre, estar castrado cómo los bueyes, para quedarse callado, resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera cómplice»  Miguel Otero Silva.




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