¿Le molestan quienes mienten a cada rato? Tómese el asunto con calma. Entérese que uno de los logros dominantes más beneficiosos y gozosos existentes en algunas (muchas) personas consiste, precisamente, en dedicarse a observar cómo reaccionan quienes son afectados por las mentiras.  Estudios muy serios nos demuestran que la difusión de las mentiras funcionan a la manera de un contaminante compulsivo: ¡Unos experimentan una molestosa “piquiña” o “rascarse” psicosocial, que les molesta y les carga de ansiedad y angustia, pero a otros deja con un placentero goce y deseo morboso, casi patológico, de recibir más y más… mentiras!

La mentira se hizo cosa grande a lo largo de la historia universal: Ha ayudado a crear, a ampliar o demoler grandes imperios; ha alentado el fuego ardiente de hermosos o trágicos amoríos, ha sido instrumento cómplice para forjar notables fortunas, poderes y dominios. ¡En verdad, la mentira parece ser una muy desarrollada necesidad humana, universal, generalizada y socialmente aprendida! La mentira es enseñanza, es aprendizaje, demostración, preparación, ejecución, que se transmite en medio de la ambigüedad sostenida de la cultura cómplice de los pueblos.

Necesitamos usar las mentiras como ingrediente normal y común de nuestra cotidianidad. ¡Entonces, luego de habernos “caído a mentiras” durante tanto tiempo, y con tan divertidas  inventadas historias, tengamos presente que si alguien declara que nunca miente, quizás estamos escuchando el sonido de una gran mentira, dicha por un hábil mentiroso! El escritor francés Anatole France comentó, con sarcasmo, que “sin mentiras, la humanidad moriría de desesperación y aburrimiento”. ¡Hermosa verdad la de este notable escritor! De hecho, hay reuniones sociales, y eventos de todas las clases sociales, a toda hora y lugar, que son verdaderos torneos de mentiras; en estos casos la idea es demostrar siempre, con sutileza, con finura, quiénes mienten más, sin que queden “atados” a algún sentimiento de culpa (por mentir), y –triunfantes– sin que sean descubiertos con facilidad.

Pero, mentir no nos hace despreciables, porque aun cuando se niegue o no se admita, las mentiras se han convertido en una forma de “comunicación”, y en un componente de nuestros orgullosos y efectivos mecanismos de defensa, socialmente aceptados, que alivian las tensiones en toda comunidad social. Fue preciso y avanzado el filósofo Aristóteles cuando escribió (¿con total certeza?) que “el castigo del embustero es no ser creído, aun cuando al expresarse esté diciendo una gran verdad”.

¡Nadie nace mentiroso, ni con predisposición innata a la mentira! Nadie trae en su equipo biológico los genes potenciales de la función de mentir. Cuando un mentiroso desarrolla su adicción a la mentira no tiene idea de la farsa personal y social que deberá montar, a diario, para manejarse en el difícil mundo de las mentiras. ¡No tendrá idea de las consecuencias que traerán las mentiras a la sociedad! Pero, un problema agregado a la vida de todo mentiroso es el desperdicio de tiempo, al verse obligado a inventar más y más mentiras, variadas, aparatosas, a veces teatrales y hasta ingeniosas, para tratar de sostener una apariencia de certeza en cada una de las mentiras que haya inventado.

Quizás no sabe el mentiroso que cada nueva mentira es como una bola de nieve amenazante; que mientras más rueda al desprenderse, más grande y peligrosa es, en la carrera vertiginosa; en este caso, por engañar a la gente. ¡Hay que tener buena memoria, después de haber mentido, para mantener vivo y organizado un “inventario” mental (o escrito) de tantas mentiras! ¿Cómo hacen algunos amigos que tengo, para mantenerse tan tranquilos, con sus “mentirillas” en la espalda? Por razones como las expuestas, el escritor francés Jules Renard (1864-1910) recomendó, irónicamente, que “de vez en cuando se dijese la verdad, para que haya quienes le crean a uno cuando miente”. ¡Sería como un suave descanso! Lo que no sabemos hasta el presente es si Renard dijo esto de verdad, o de mentira…




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