Mucha gente quiere cambiar la historia de Venezuela, sobre todo la de los últimos años. Ahí están, por ejemplo, los “chavistas originarios”, después de pelearse con el régimen de Maduro, argumentando a quien quiera escucharlos que la crisis venezolana comenzó en 2013, que Chávez iba por el buen camino y que todo lo que ha pasado –la destrucción, la miseria, la escasez, la emigración masiva- es culpa de la gente que vino a mandar después de la muerte del comandante. Más allá llegan los funcionarios y partidarios de la dictadura actual cuando dicen, como quien no ha roto un plato, que los problemas empezaron con las sanciones de 2018 y que todo andaba sobre ruedas hasta que llegó el Imperio con sus bloqueos. Se oyen cuentos tan peregrinos como lo contado por el canciller, hace unos días, cuando dijo que de no haber 6 mil millones de dólares bloqueados en Europa y EEUU ya todos los habitantes del país estarían vacunados contra el Covid19. 6 mil millones, un monto que es apenas el 1,5 % de los 400 mil millones de verdes que vaporizó el chavismo desde que es gobierno.

El empeño de llenar la posteridad con información sesgada –o abiertamente falsa- abarca los más diversos escenarios y personajes. Y es lógico –dentro de la lógica bizarra que invade a Venezuela- que el régimen le saque el cuerpo a sus responsabilidades, como también es lógico que los que fueron gobierno con Chávez traten de preservar su imagen y una posible chamba futura con la leyenda dorada de los primeros 15 años de revolución rojita. Por supuesto que ambos grupos mienten, con descaro, porque la tempestad que vive hoy el país es consecuencia directa de los vientos que se sembraron en la primera década de este siglo. En 2013 el país ya estaba roto desde los cimientos. Lo que hicieron Maduro y su corte fue consolidar una dictadura que ya existía y recostarse sobre la pared del edificio para que se terminara de caer.

Uno espera que haya suficientes testimonios escritos, filmados, fotografiados y registrados para que los causantes de la ruina no aparezcan como héroes o víctimas en los libros que consulte la gente dentro de 20 o 30 años. Aunque el chavismo se debe estar gastando fortunas en pintar de rosa su paso por este mundo, hay que empeñarse, cada quien dentro de sus posibilidades, en dejar la huella de la verdad en algún sitio, de manera que los que vengan puedan encontrarla y contrastarla con la propaganda oficial que de seguro saldrá de abajo de las piedras.

Hay un período particular de la historia reciente con el que hay que ser especialmente cuidadosos, porque ha sido demonizado hasta el cansancio y -aquí está lo más grave- en su ataque han coincidido chavistas, opositores, venezolanos y extranjeros. Los 40 años de democracia se le presentan al público como un desastre de tal magnitud que es comparable a lo que sucede hoy en día en Venezuela. Y para ponerle sal a la herida, muchos opinadores –con frecuencia cronistas foráneos bien intencionados pero mal informados- justifican que la gente haya votado por Chávez en 1998 por la corrupción y el bajo nivel de gestión al que supuestamente habían descendido los gobiernos democráticos. Ese cuento, falso y mal intencionado, sirvió desde su inicio para que la antipolítica se ensañara con las instituciones y para que el teniente coronel se inventara un discurso que engatusó a la gente y eventualmente lo llevó a ganar las elecciones.
La leyenda negra de las 4 décadas de democracia tiene muchos efectos perversos, pero quiero mencionar uno que con frecuencia pasa por debajo de la mesa. Al demonizar a los gobiernos republicanos que gobernaron hasta 1999, se protege y se justifica la pifia histórica que cometió la sociedad venezolana cuando votó por el militarismo. La narrativa chavista, por llamarla de alguna manera, sirve en el fondo de disculpa hacia el soberano que se creyó los cuentos del iluminado de turno y hace más difícil que la gente reconozca su profunda equivocación. Según el mito, las cosas estaban tan mal que cualquier opción era mejor que lo que había, y esto no es sino una excusa para regresar al origen de todo, sin culpas ni arrepentimientos. Cuando no se asumen los errores no se aprende nada.




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