«La oscuridad nos envuelve a todos, pero mientras el sabio tropieza en alguna pared, el ignorante permanece tranquilo en el centro de la estancia» Anatole France

Nuestro país vive una crisis moral que se ha propiciado y se acrecienta debido a la impunidad, a la intolerancia, al temor, a la corrupción, a la carencia de un sistema de justicia imparcial hoy en manos del más nefasto Tribunal Supremo de Justicia que ha tenido y tendrá nuestro país; al exagerado control de todos los poderes del Estado y su inocultable sumisión ante el «incuestionable» mandato del Ejecutivo.

Vivimos tiempos en los cuales se pisotean los valores morales y se impone una nueva ética soliviantada por el consenso, lo que nos convoca, de manera ineludible, a realizar el esfuerzo que sea para que los valores vuelvan a fundirse con los principios.

Lo reiteramos, y lo repetiremos tantas veces sea necesario, puesto que el principal problema que vivimos como Nación no es económico ni político: Es moral, es de la nulidad de principios y valores.

De crisis económicas hemos históricamente surgido, pero de este marasmo que hoy nos carcome, pues será menester el apoyo comprometido de todos, para inculcar una verdadera educación a ese “Hombre Nuevo” que se nutrió de la infecciosa savia del régimen.

Qué hacer ante esta realidad, se está convirtiendo en un desafío para garantizar la subsistencia de la identidad y la cultura que nos define como Nación.

En sentido ético o moral llamamos principio a aquel juicio práctico que deriva inmediatamente de la aceptación de un valor. Del valor más básico (el valor de toda vida humana, de todo ser humano, es decir, su dignidad humana), se deriva el principio primero y fundamental en el que se basan todos los demás: la actitud de respeto que merece por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, es decir, por su dignidad humana. Se ha venido construyendo un país desmoralizado que terminará por destruir lo poco que nos queda de identidad ciudadana; lo poco que nos queda de civilidad.

Así como somos aquiescentes estoicos con los repetidos apagones, así como soportamos el agua fétida, así aguantamos la penumbra y soportamos el hedor que se desprende de cuantos desatienden el clamor de toda una Nación que implora el anhelado y lógico cambio; así nos estamos acostumbrando a transitar por la normalidad de lo anormal.

La crisis sociopolítica que existe en nuestro país es demasiado preocupante y de manera inexorable nos ha ido llevando a un estado de descomposición moral que se extiende por casi todos los estamentos que conforman nuestra nación. Según los entendidos en estos asuntos, la moral y el sentido de la dignidad se adquieren en los primeros siete años de vida con los padres y posteriormente en las escuelas o durante la vida cotidiana.

Estas condiciones humanas se aprenden y cultivan durante toda la vida, pero son mayormente influenciadas por el medio; pero… ¿Cómo hacer con una sociedad resentida y violenta que ha crecido, el 80%, sin el padre, sin la madre, y en muchísimos casos, sin ninguno de los dos? Ha sido casi un lugar común en estos disparatados años escuchar aquellas consignas que vociferaban que “el soberano dejaría de ser objeto, para transformarse en sujeto…”. Aquí lo que se ha logrado tras 23 años de demagogia insana no es otra cosa que una sociedad que busca el rápido disfrute y evita el esfuerzo y el trabajo, lo que hunde sus raíces en las costumbres, prácticas e idiosincrasia de la “viveza” criolla.
Más de uno aplaude la “veda” laboral impuesta por los apagones, que también apaga aquella otra luz, la que hoy nos ocupa, y nos preocupa. Para nadie es un secreto: la crisis moral es el telón de fondo de aquello que nos afecta directamente: el descalabro de un pobre país rico, la sinrazón de tanta violencia, odio y resentimiento, y la disolución de la convivencia social. El sentimiento que predomina es el de la impotencia. Nos sentimos impotentes frente a lo que ocurre en el país. Lo hemos mencionado anteriormente: muchos indiferentes tranquilizan sus conciencias y se evitan los enfrentamientos con la realidad diciéndose a sí mismos que la verdad al fin se impone por sí sola y que existe una justicia inmanente.

Estamos cosechando una siembra de amargos y despreciables frutos: oportunismo, deshonestidad, astucia, engaño, egolatría, desprecio por el esfuerzo y falta de respeto por los demás. Si de manera responsable y comprometida queremos salir de este marasmo se hace menester cambiar esas prácticas populistas y demagógicas, reemplazando
tanto irrespeto y bellaquerías dádivas por el trabajo, porque el país no puede avanzar sin trabajar, con una actividad disciplinada y productiva. Hay que cambiar la corrupción por la honestidad, el individualismo por la solidaridad, la anomia por el respeto a las normas y, en definitiva, la viveza y sinvergüenzura por la inteligencia para llegar a tener un país respetable, vivible, amable.

¿Nuestro país se arregló?…Que absurda expresión. La capacidad de recuperación de nuestro país está ligada a la comprensión y superación de que tanto retroceso y tanta crisis en un país que todo lo tiene, pero estamos ligados más a la conducta y forma de ser de la sociedad que a factores externos. La crisis moral es el gran tema de nuestro tiempo, el enorme reto que hemos de abordar con el fin de legarle a las generaciones futuras un país más justo, libre y solidario.

Manuel Barreto Hernaiz




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