“La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo.  Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo, pensaban en ellos mismos, dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. ”

Albert Camus (La Peste)

Hace setenta años, exactamente en junio de 1947, un joven escritor – Albert Camus, quien diez años después recibiría el Premio Nobel de Literatura-  publicaba La Peste, obra considerada un clásico del existencialismo (una etiqueta a la que Camus siempre tuvo aversión) donde  narraba la historia de unos doctores que descubren el sentido de la solidaridad en su labor humanitaria en la ciudad de Orán, en Argelia, mientras esta es diezmada por la plaga… Primero aparecen ratas muertas, luego se multiplican y toman todos los espacios. Durante algún tiempo, los ciudadanos no se dan cuenta de lo que está sucediendo y la vida parece seguir adelante –en apariencia, nada ha cambiado- “La ciudad estaba habitada por personas dormidas sobre sus pies”.          

Cuando los habitantes de la ciudad quedan encerrados en ella, la peste se torna “asunto de todos”, aun de aquellos que se negaban a reconocer su existencia o a llamarla por su nombre.

Y allí se da inicio a la lucha del ciudadano contra lo absurdo, lo irreal, lo que no puede ser y es. Hoy aquí vemos como nuestra realidad existencial- que no existencialista – se resiste a aceptar lo real, pues admitir con responsable sinceridad cuanto nos acontece como Nación, nos obligaría a admitir nuestros desaciertos no tan solo controlando roedores, sino evitando la propagación de la peste cabalmente y encarando sus consecuencias.

Así como los franceses mantuvieron la histórica versión casi sagrada de haber resistido con coraje y decisión a los nazis,  pasando por debajo de la mesa la  vergonzante fase de la“Collabo”con Laval, Petain y tantos otros  que fueron mucho más allá de una simple aquiescencia.

Acá  nuestra peste va más allá del fatal flagelo de la difteria, pues aquí tampoco se divisa la moral universal, pareciera que Dios se ha escondido y que la irracionalidad de la vida es inevitable. Siguiendo a Camus con lo absurdo de cuanto acontece, lo que hemos vivido nos retrata  la descomposición del venezolano en tiempos, anhelos y lugares.

“Puede parecer una idea ridícula, pero la única manera de combatir la plaga es la decencia”… coloca Camus en la boca del Dr. Rieux. Recordemos que el término decente viene del latín“decere”, que quiere decir estar bien, punto de partida para alcanzar un país con bajos índices de pobreza, con una población sana, educada y trabajando; con empresas pujantes y socialmente responsables, donde las colas sean un recuerdo muy lejano  y la escasez  sea de ratas.

El concepto de decencia permite hacer referencia a la dignidad en los actos y en las palabras. La decencia es el valor que hace que una persona sea consciente de la propia dignidad humana.

Fernando Mires, un acucioso escudriñador de la ciencia política, nos señala que  la decencia está mucho más cerca de la práctica cotidiana que la moral. La decencia es siempre decencia con los, y para los demás. Pero ¿cómo conservar la decencia en medio de esa lucha que a veces no da cuartel? La respuesta no puede ser más sencilla: manteniéndonos dentro de los límites de la lucha política.

En el contexto de la política, lo medular no es sólo si la persona es decente, sino sí la línea política que se sigue es la decente y que es por donde han entrado todas las indecencias que terminan por calificar al sistema que rige su desempeño. La indecencia en política significaría en ese sentido traspasar los límites de la política.

Y sigue la novela, o la vida novelada, pues una y otra vez, las ratas vuelven a aparecer; esta vez vivas y feroces. La peste remite. Y el ciudadano olvida. Anhela retomar su vida de cuando antes de la peste. Siempre del mismo modo: después de las desgracias, el hombre trata de pasar página cuanto antes. Y otra vez olvida.

Pero la advertencia de Camus resulta lacerante: “El bacilo de la peste nunca muere o desaparece, puede permanecer dormido durante décadas en los muebles o en las camas, aguardando pacientemente en los dormitorios, los sótanos, los cajones, los pañuelos y los papeles viejos, y quizás un día, solo para enseñarles a los hombres una lección y volverlos desdichados, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en alguna ciudad feliz.

 




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