Hace días sostuve una interesante discusión con mis estudiantes de Nociones de Antropología Cultural sobre la que me propuse escribir esta semana, a solicitud de algunos jóvenes que consideraron que estos debates deben hacerse públicos, tomando en consideración que mucha gente los desconoce.

Analizamos todo lo que está detrás de las denominadas doctrinas racialistas, sustentadas en ideas que nacieron en la Europa Occidental a mediados del siglo XVIII, en las que se defiende la clasificación humana de acuerdo con características físicas comunes.

La doctrina venía acompañada de una paleta de colores sobre la cual, mientras más oscura era la piel de la persona, disminuían sus atributos intelectuales, morales y hasta estéticos. En pocas palabras, los negros eran considerados brutos, toscos, feos, peligrosos y lejos del ideal civilizatorio que pretendían expandir por el mundo las potencias del viejo continente, para justificar sus intervenciones y saqueos en países de África, Oceanía y América.

Vemos entonces como el racialismo estructuró una doctrina de las razas que fue validado por las ciencias y sirvió para estigmatizar, discriminar y legitimar crímenes de odios en muchos casos. La doctrina racialista comparaba a las razas con las especies animales y planteaba que entre dos razas existe la misma distancia que entre un caballo y una burra: no la suficiente como para impedir la fecundación mutua, pero si la que hace falta para establecer fronteras y restricciones.  En este sentido, los racialistas estaban en contra del cruzamiento y defendían la pureza de la sangre, tal como lo hacían los nazis supuestamente para evitar la degradación de su grupo.

Al respecto, el historiador Tveznan Todorov señala que más allá de la agrupación de individuos por aspectos semejantes, llama la atención que los racialistas también defendieran la continuidad entre las características físicas y morales. Es decir, la división del mundo en razas corresponde a una división por culturas, mientras encontremos variación racial, también encontraremos variación cultural. En este sentido, habrían alcanzado un nivel de desarrollo alto los más blancos, mientras los más oscuros permanecerían en estados asociados al salvajismo y la barbarie, es decir, permanecerían en el estado de naturaleza, lejos de la civilización. Sobre esta consigna igualmente se fundamenta la siguiente: “el comportamiento del individuo depende en gran medida del grupo racial cultural”, desdibujando cualquier reflejo de individualidad en nuestros comportamientos.

El racialista va más allá de la diferencia física entre las razas. Cree firmemente que son superiores e inferiores unas a otras, estableciendo una jerarquía única de valores sobre la cual se pueden emitir juicios universales. Obviamente resulta una escala etnocéntrica en la cual, el grupo al que pertenecen los racialistas que la elaboraron, están en la cima de la escala y serían los más bellos, los más inteligentes y los más nobles. En contraposición, los otros serían los más feos, tontos y bestias.

Más allá de estas proposiciones llama la atención como en el mundo contemporáneo se validaron estos juicios y formaron parte de agendas estatales que fomentaron la segregación de acuerdo al color de piel. Se sometieron y esclavizaron a las consideradas razas inferiores y en algunos casos se pretendió aniquilarlas, justificando estas acciones en un saber acumulado sobre las razas que fue validado desde las ciencias. Es acá, como expone Todorov, en donde el racialismo se encuentra con el racismo. La teoría dio lugar a la práctica, fomentando comportamientos de odio y menosprecio hacia personas con características físicas opuestas a los grupos considerados dominantes. En este contexto, cobraron fuerzas las leyes de segregación racial en Estados Unidos y el Apartheid en Sudáfrica, cuyos sedimentos son bastante comunes y casos como el asesinato de George Floyd así lo confirman.

Nuestros países latinoamericanos no escapan a esa realidad a pesar del mestizaje que nos caracteriza. Sin embargo, siempre los más oscuros en la escala son vistos con cierta desconfianza hasta en los supermercados y sitios de recreación.  El contexto nos obliga entonces a empezar a hablar de especie humana y abandonar la noción de raza, tan estigmatizante y discriminatoria, como todo lo que representa una historia otrificadora que diseñó raza para constituir a Europa como centro del mundo.

 




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