Se ha escrito y hablado tanto estos días de Isabel II, monarca del Reino Unido que resulta inevitable pensar que poco puede agregar uno a la comprensión del personaje. De su tan comentado deceso escribo de por abundancia de razones, la primera y principal que sería perder una oportunidad para enaltecer a alguien cuya vida de consagración al deber y al servicio, la convirtió en un símbolo para sus súbditos que en realidad, formalidades aparte, en una democracia como la británica, son sus conciudadanos.

Como aprendió desde niña, de la mano de su padre, reticente ante una coronación inesperada y no deseada pero patriota devoto, fue fiel en su deber hacia la Constitución británica. Ese conjunto de normas no escritas, forjadas en la tradición a lo largo de la historia que dan forma al Estado porque emanan de una Nación artesanalmente forjada, cocida, labrada, tallada en un milenio por ingleses, escoceses, galeses e irlandeses del Norte y antes por sus pueblos antecesores, en la cual es imposible ignorar la huella dejada por los diversos y remotos parajes geográficos y rincones humanos de lo que fue un vasto imperio.

Sirvió, naturalmente, a su pueblo. A los hombres y mujeres de Gran Bretaña e Irlanda del Norte que sintieron en ella una roca sólida, fuerte, inconmovible, de esa isla en el decir de Shakespeare, “fortaleza levantada por la naturaleza…pequeño mundo…piedra preciosa en el mar plateado”. La personificación de la continuidad que brinda seguridad.

Al reinar estos setenta años, fue una reina de varias épocas. Coronada cuando quien escribe tenía dos años, cubre los gobiernos de quince primeros ministros, desde Winston Churchill, nacido en 1874 hasta Elizabeth Truss nacida ciento un años después de él y a los veintitrés cumplidos por la monarca en el trono. Once conservadores, uno de ellos en coalición con los liberal-demócratas y cuatro laboristas. En la segunda post guerra, encabezó la paulatina contracción del imperio que al final era considerablemente menor, pero su prestigio, como se ha visto, es inversamente proporcional a la dimensión de éste. Su coronación fue la primera en la historia transmitida por televisión y parte cuando la comunicación social es un fenómeno muy diferente al punto que la TV ya es vieja, con las redes sociales, las transmisiones vía streaming. Asciende en tiempos de enorme prestigio para la democracia vencedora del nazifascismo que enfrenta al socialismo real liderado por la URSS en los años de la Guerra Fría, mientras se va derribado el Muro y destruida la cortina de hierro pero en tiempos de un mundo multipolar, crecientemente complejo cuando la democracia es impugnada aún en las naciones donde ha sido más estable y exitosa y florecen los autoritarismos. Reinó silenciosamente, salvo con su consejo prudente en las audiencias semanales con los primeros ministros, durante los infructuosos intentos en 1963 y 1967 por entrar a la Europa Unida, vetados por De Gaulle; el ingreso en 1973, las dudas de liderazgo y ciudadanos por varias décadas hasta el Brexit de 2020.

Acaso el más significativo cambio de todos sea que se ha esfumado la frontera entre las vidas pública y privada, realidad que constituye la fuente del más formidable desafío para una institución como la monarquía, en la que prestigio y auctorictas están íntimamente relacionados. En ese contexto es proclamado Carlos III. Temerario sería atreverse a predicciones abolicionistas en un sistema como la monarquía británica cuya continuidad se remonta a Guillermo El Conquistador en 1066, rey normando cuya estatua ecuestre se ve a un costado del Palacio de Westminster, en el Old Palace Yard, solo interrumpida por el casi decenio dictatorial de Cromwell hasta 1660. Su antecesor Carlos I fue decapitado y con su sucesor Carlos II se restauró la corona. Hace trescientos treinta y siete años no había un rey con ese nombre.




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