El último reencuentro fue inolvidable. Cumplíamos una década más de nuestra graduación de bachilleres, ochenteros egresados del Instituto María Montessori.

Nos vimos temprano. El padre Moisés ofició la misa dentro del más estricto cumplimiento del protocolo de distanciamiento, aunque después fuese violado al producirse la unión de las almas presentes, de aquí y de allá, en su brillante homilía, o por el imprudente abrazo de los cuerpos de quienes se quieren y extrañan. Y allí estaban ellos dos, un amor adolescente que se hizo adulto, que guarda la pureza del primero y el ardor del último.

Fue precisamente en la casa de los eternos amantes que estaríamos todos juntos esa última vez. Ella, con la gracia y espontaneidad de espléndida anfitriona al lado de su gentil caballero, el amor de toda su vida, abriendo hogar y corazones para vernos nuevamente.
Ese día en medio del temor por la pandemia le comenté mis reservas con el reencuentro.

Ella me vio y con su risa de pelirroja traviesa me invitó a disfrutar el momento de unión de los afectos entrañables y a no pensar tanto en los infortunios.

Y así, como fue siempre, discreta pero haciéndose notar, sin molestar pero dejando huella en muchos que la conocieron, se marchó una mañana. Y no fue el virus que haría pandemia el que se la llevó. Fue un soplo divino de la providencia que pasó a su lado y la invitó a acompañarle y ella como siempre atenta, dispuesta a todo, se fue siguiendo la brillante luz hacia esa dimensión eterna y plena donde reposan los justos.

Ella deja pozo profundo, representa el valor de la mujer venezolana de estos años, delicada pero recia, preocupada pero valiente, anhelante y soñadora más consciente de la realidad que se vive y debemos superar. Y es que siempre altiva fue un palo de mujer, como se definen en este país a las hembras con temple que se erigen en roca de firme sobre la cual se edifican familias y sociedades.

Son seres que se marchan pero permanecen con su presencia fulgurante en la tertulia permanente de los tiempos, dejando testimonio perenne con las palabras dichas y las que solo escuchan, muy dentro de sí, los espíritus de los comprometidos en construir un mundo mejor.

Jacqueline, con Q de querer, es tu nombre de dama distinguida de sencilla y humilde personalidad. Se te recordará como tantas mujeres que entregan sin esperar recibir. Estarás presente allí en tu montaña, la de tu hogar, o frente del Salto Ucaima de la Canaima inmensa, contemplando las golondrinas volar entre millones de gotas y el vapor de agua de la imponente catarata.

Estarás en las mañanas en las que marchamos juntos, en un sueño tricolor, por el futuro de nuestros hijos y de esos nietos que temprano aún comenzaste a disfrutar y consentir.
Estarás allí, con tu Rodrigo, viendo el nuevo amanecer de nuestra Venezuela, la que siempre amaste, de la que no quisiste partir y por la que velarás con tantos otros que la amaron y que se nos adelantaron en el camino.

Porque serás recordada haciéndote matrona aun joven, como tantas hijas de esta tierra hermosa, de esta Valencia de nuevas mixturas y realidades. Exaltando el gentilicio de una ciudad hecha siempre con el aporte de tantos que vienen y se quedan, que se van y no la olvidan.

Y es que precisamente ese hotel valenciano que fundaron tus suegros y que hiciste tuyo ha sido huerto fértil donde se sembraron ideas para hacerlas cosecha de propuestas en el plan que tenemos para la reconstrucción de Venezuela.

Y serás en ese momento parte del alumbramiento de la libertad, que como tú, tiene nombre de mujer.

LUCIO HERRERA GUBAIRA.




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