«Un necio encuentra siempre otro necio aún mayor que le admira» Nicolas Boileau-Despréaux

Venezuela está idiotizada (por aquello de los antiguos griegos: como idiotes era conocido el hombre que no se ocupaba de los temas de la polis, la ciudad, por aquel entonces) y convertida en un país de ingenuos gobernados por sinvergüenzas, corruptos e ineptos.

Las intervenciones de Maduro y los debates que suscita están diseñados para distraer a los incautos y evitar que se medite sobre el gran drama de una nación mal gobernada que despilfarra, propicia el cierre de empresas, invade propiedades, estimula el resentimiento, la corrupción y la violencia, y se hunde sin remedio.

Partamos de un principio, aunque suene a lugar común guardado en el rincón de los corotos inútiles con ranitas de vetiver y pepitas de naftalina: La política debería basarse en la moralidad. La democracia y la libertad implican la participación y, por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Todos nosotros, si bien cada uno en diferente grado, somos responsables del acontecer político de nuestro país. Cada vez que por temor o desinterés no dejamos testimonio de nuestra opinión frente a un problema, estamos permitiendo el totalitarismo que luego lamentamos. La política es un asunto de definiciones que tiene como punto de partida la convicción personal, lo cual no se reduce al oportunismo ni a la bellaquería. La política no está circunscrita sólo a «los políticos» sino a todo aquel que, haciendo un balance de las cosas y teniendo respeto por lo que sucede, decide fijar una postura de cara a los demás.

Algo complejo de entender incluso porque no todos comprenden dicha necesidad, la de participar en su comunidad, preocupados porque los asuntos locales, regionales y nacionales pertinentes a la administración pública mejoren para bien de todos.

Algo distinto de lo que se refiere a la participación de necios y advenedizos que sólo buscan beneficio propio y cierta vanidosa notoriedad, importándoles muy poco que las cosas se degraden porque en su interior no existe compromiso genuino sino codicia, desmesura e irresponsabilidad. Y no son pocas las ocasiones en las cuales la necedad se mezcla con lisonjas, servilismo y retórica, actitudes mediante las cuales no se avanza ni se arregla nada, donde lo que importa es salir en la foto, ser tomado en cuenta, con méritos o sin ellos, pero donde lo que más interesa es la sempiterna búsqueda de enquistarse en las estructuras de poder, en las del gobierno, en las de los partidos políticos y demás organizaciones. Pero es que el asunto no es nuevo; hace ya más de 500 años Erasmo de Rotterdam, en su monumental obra “Elogio de la locura” dibujaba al político necio de esta manera: “Halaga al pueblo para obtener sus votos, comprar con prodigalidades sus favores, andar a caza de los aplausos de los tontos, complacerse con las aclamaciones, ser llevado en triunfo como una bandera…”

Necios hay de todos los tipos. Entre los más deplorables -como lo dijese Santiago Ramón y Cajal- están los parlanchines, empeñados en demostrar talento y dotes políticas que no tienen, ni para organizar, ni para legislar… “En política todo necio es peligroso mientras no demuestre con hechos su inocuidad…”

Para muchos – y así ha sido desde tiempos inmemoriales- la política es ese desempeño activista mediante el cual es posible «ponerse en algo» sin estar preparado ni tener méritos, sin que importen los demás. Un asunto repudiable porque con eso sólo se logra corromper lo que de otra forma podría ser el instrumento idóneo para hacer avanzar la sociedad.

Es entonces cuando aparece ese individuo que, sin escrúpulos, sólo se dedica a alardear y a alabar, a postrarse sin recato ni nada en la lógica de que desde esa postura conseguirá lo que otros no, reduciéndose a sí mismo a la indignidad, en aras de volverse «importante”, convirtiendo la política en un parapeto que más tarde degradará y envilecerá la vida de cualquier partido, organización política, sindicato, y hasta la ONG más sana. Tal vez por eso aquella vieja sentencia: la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos. El dilema que atraviesa nuestro país se puede encontrar, además de la ruindad del régimen, en la orfandad de gente sería, de una ciudadanía enterada que no sabe qué decir, no encuentra que pensar, pues se nutre de la más notable encarnación de la necedad.

Y la historia se repite, y nosotros, por no conocerla, permitimos que así suceda, pues cada cierto tiempo aparece quien se siente predestinado para pasar a la historia como un gran hombre, sin tener méritos que realmente le acrediten, a no ser esa lamentable carga de resentimientos y complejos. Existen otros necios que les creen y les admiran.

Así andamos en Venezuela, entre necios que juegan a la política, mientras la necedad les impide ver la diversa y compleja realidad del país que reclama con urgencia cordura, compromiso y talento. Y es que la necedad resulta más fascinante que la inteligencia. La inteligencia tiene límites, la necedad resulta infinita.

Y mientras tanto, las palabras del usurpador, en sus trilladas peroratas que intentan justificar la desbordada corrupción y la inútil gestión que nos ha llevado a este absurdo marasmo, son como la orquesta del Titanic, que amenizaba la fiesta mientras el barco se iba a pique.

Manuel Barreto Hernaiz




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