La cultura de las sociedades no es un tema que deba tomarse a la ligera, aunque esta ligereza ocurra con mucha frecuencia. Los rasgos colectivos -la idiosincrasia- influyen de manera determinante en la manera como un país se organiza o se desorganiza, y es muy difícil frenar un torrente que viene de las creencias más profundas de la gente para desviarlo hacia un cauce que no es el suyo. No se puede pretender que los valores (o antivalores) que han tomado siglos en formarse y sedimentarse puedan ser neutralizados o administrados con papeles escritos y elecciones. Las repúblicas aéreas, que llamaba Bolívar, no son dóciles ni responden a los deseos de la élite.

Las actitudes y conductas dominantes que presentan las personas y las colectividades provienen de sus credos y de su visión particular de la vida. Cuando se habla de la importancia que tienen las relaciones personales, la gratificación instantánea, el locus externo de control o la autoestima, no se trata de datos folclóricos para chistes y comedias de TV. Estos rasgos determinan el comportamiento de la gente desde lo cotidiano e individual hasta lo global y colectivo, y sus efectos son reales y contundentes. Las creencias del soberano, y no unas consideraciones abstractas, son las que determinan la inclinación de las sociedades hacia un sistema político u otro, y hacia un conjunto de leyes –escritas o informales– u otro.

Las democracias parten de ciertas premisas en cuanto a la naturaleza humana que, entre otras, asumen al individuo como la unidad básica de la sociedad, y su bienestar –el del individuo– como el objeto final de las acciones de gobierno. En una sociedad libre y democrática los ciudadanos persiguen sus intereses, ejercen sus derechos, cumplen con sus deberes y toman la responsabilidad de sus vidas. La democracia no le garantiza a nadie el éxito o el fracaso: solo ofrece oportunidades y probabilidades.

La democracia se fundamenta en el respeto y garantía de los derechos humanos básicos a todos los ciudadanos. Para asegurar estos derechos, los gobiernos crean y promueven instituciones y organizaciones (un sistema judicial independiente y profesional; medios de comunicación libres, competitivos y protegidos de la influencia oficial; unas fuerzas armadas sin militancia política y subordinadas al poder civil) que fijan límites precisos al ejercicio del gobierno y protegen al ciudadano de los abusos de poder.

La democracia ha ayudado a producir estabilidad, justicia social y crecimiento económico, y pareciera existir una relación de causa-efecto entre el sistema democrático y la prosperidad. Pero lo que ocurre es que en determinadas sociedades los rasgos culturales han contribuido a generar prosperidad, justicia social y libertades: la causa-efecto está entre la cultura y todo lo demás, y la democracia no es sino una pata más de la mesa del desarrollo, no su piso. La causa de que haya naciones desarrolladas parte, en primera instancia, de la disposición cultural de esas sociedades para implantar sistemas económicos, políticos y organizacionales que les permitan llegar al desarrollo con pocos obstáculos y de manera eficiente.

Para muchos lectores, lo que acabo de escribir puede sonar a lecciones de bachillerato. A conceptos obvios, sabidos. Pero resulta que en Venezuela más del 50% de la sociedad eligió en 1998 a unos golpistas que claramente no compartían los valores de la democracia, y hoy, después de 20 años en los que el chavismo ha fomentado y exhibido lo peor del venezolano, nadie sabe en qué cree la gente. Nadie sabe cuánto más se ha dañado la psiquis colectiva. Y solo por esta razón, nadie debe creerse que la transición a un nuevo gobierno vaya a ser tan simple como un cambio de modelo y de dirigentes.




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