«No están mal formados (los ciudadanos) académicamente sino sobre todo mal formados cívicamente: no saben expresar argumentadamente sus demandas sociales, no son capaces de discernir en un texto sencillo o en un discurso político lo que hay de sustancia cerebral y lo que es mera hojarasca demagógica, desconocen minuciosamente los valores que deben ser compartidos y aquellos contra los que es lícito -incluso urgente- rebelarse». Fernando Savater

El concepto de ciudadanía se concatena, por un lado, a la idea de los derechos individuales inherentes a los sujetos y, por otro, a la noción de vínculo con una comunidad particular y a la participación en su espacio público-político.

La noción de ciudadanía ha sido conceptualizada de manera muy diversa en el acontecer histórico de nuestra nación. En los tiempos de la Independencia, los criollos, siguiendo la efervescencia de la Revolución Francesa, se trataban entre sí de ciudadanos, refiriéndose a ese reducido grupo que buscaba conducir los asuntos públicos.

La Enciclopedia Británica define la ciudadanía como la relación entre un individuo y el Estado del que es miembro, definida por la ley de ese Estado, con los correspondientes derechos y obligaciones. La ciudadanía es, pues, el vínculo jurídico que liga a un individuo con el Estado del que es miembro y, por tanto, la condición jurídica que le habilita para participar plenamente en sus decisiones, a través del derecho de voto y de la posibilidad de ser elegido para cargos públicos.

Que interesantes y amenas resultan las definiciones, pero que dura se nos presenta en realidad cuando las ubicamos en el contexto que nos atañe, que nos preocupa y nos ocupa. ¿Cómo concatenar o establecer cierta analogía de la definición de ciudadanía descrito con el concepto de Estado-Nación de lo que hoy nos queda de país? ¿Qué significa pertenecer a Venezuela si en cuestión de unos cuantos años ya la lamentable diáspora pasa de siete millones de conciudadanos?… ¿De qué soberanía hablamos si ahora nos debemos a los mandatos de la Habana?

Uno se hace, no nace ciudadano, pues hay experiencias y atavismos que marcan. La gente aprende a ser buen ciudadano en su familia, mediante el modelaje, así como cada gesto, cada palabra y cada acto que resulte del criterio de los padres, la carta de navegación social que seguirá el ciudadano en formación. Y eso lo tenemos ante nuestros ojos, la crisis de nuestra sociedad no es otra cosa que la ausencia de ciudadanos bien formados.

Ahora bien, esta sempiterna crisis puede atribuirse, en buena medida, a la carencia de un sólido sistema educativo que no garantiza la formación de ciudadanos preparados no sólo académicamente, sino moralmente.

Ser ciudadano consiste no sólo en la figura legal que nos da la posibilidad de elegir y ser electos, sino en dos aspectos fundamentales: en el sentido de pertenencia a una comunidad, a un país, somos venezolanos; y en el sentido de responsabilidad: somos nosotros los que podemos y debemos solucionar los problemas, ya sea directamente, o por medio de las autoridades que nosotros mismos elegimos. Ese sentido de pertenencia y responsabilidad nos lleva a la participación, pues no puede haber ciudadanía si no hay participación. Y ese participación ahora se divisa en el entusiasmo cívico puesto en la Primaria, que le imprime aceleración a la transición del
súbdito al ciudadano.

En medio de las turbulencias, recriminaciones, encuentros y desencuentros que marcan este proceso, van quedando señales que nos abren a la esperanza. Más allá del resultado de la Primaria, quedará en el activo del país los procesos de conciencia cívica, como elementos constitutivos de un nuevo orden político más ético, y por supuesto, más democrático.

Ya se visualiza una nueva conciencia ciudadana que podrá contribuir al cambio del desnaturalizado ejercicio del poder en nuestro país.

Manuel Barreto Hernaiz

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