Hace días me encontraba en la cola para pagar en un supermercado del norte de la ciudad y evidencié una escena bastante triste. Delante de mi una señora algo cansada sostenía dos kilos de harina precocida. Al avanzar, sin querer tropezó con una pareja de unos treinta años que la antecedía. La chica le gritó “vieja de mierda” y el hombrecito le dijo “pobre y hedionda”. La escena me sorprendió y por supuesto intervine. El resto permaneció en silencio.Los agresores, bastante altaneros, seguían mirando con asco. Tras el episodio evidencié que, en este país, aunque muchos no lo quieran admitir, ciertos sectores medios de la población siguen considerando como bárbaros, analfabetas y peligrosos a las clases catalogadas como populares.

La situación antes descrita me lleva a pensar nuevamente en la fuerte polarización social del país. Más grave aún, sin conocer la posición política de la víctima, el prejuicio por el color de piel y vestimenta está a la orden del día. En el caso de Leticia, -nombre de la señora-bastó para que la responsabilizarán de la grave crisis que padece el país “porque seguro votó por Chávez”. Leticia resultó ser doméstica de la zona y fuerte crítica de la revolución venezolana. La acompañé hasta que tomó el autobús, deseándole buen retorno.

Pensar en una reconciliación nacional con situaciones como estas es compleja, porque ocurren, seguirán ocurriendo y obviamente, aunque resulte cliché, la educación tiene tareas pendientes sobre este particular, tomando en consideración que, en algunos casos, las mismas ciencias sociales han legitimado bajo una mirada etnocéntrica, narrativas estigmatizantes hacia los grupos más vulnerables económicamente hablando, achacándoles su condición a la “cultura de la pobreza”, sin considerar factores estructurales, la propia responsabilidad de los Estados y un sistema de meritocracia cuyas oportunidades a los más pobres es casi nula, originando -lamentablemente- el establecimiento de gobiernos populistas que terminan creando falsas esperanzas e incrementando las brechas sociales.

Esta acción de considerar a los pobres como una otredad peligrosa no es nueva. Michael De Certau, en “La belleza de lo muerto”, cuenta como en la Francia de 1850 comenzaron a estudiarse ciertas prácticas de los sectores populares, en especial los llamados libros de cordel, censurados porque los chistes publicados eran considerados por las elites subversivos e inmorales.Una comisión dictaminó que esos textos eran peligrosos debido a que en algunas regiones francesas se escenificaban levantamientos populares.

En la misma Francia la aristocracia se interesó por el aparente exotismo de los campesinos y se comenzaron a investigar sus costumbres, sus cantos y sus formas de hablar. Incluso, trataron de eliminar dialectos de la gente del campo, con la firme intención de universalizar la lengua francesa, medida apoyada por la burguesía, hombres de leyes y curas. Acá tenemos un ejemplo histórico de como la curiosidad científica nació en el marco de una represión política que implicó la censura de estos libros y la forma de vida de los que menos tenían.

Vemos entonces que se problematizaba a lo popular viendo lo subalterno como peligroso y esta tendencia aún se mantiene con fuerza en nuestros países. La narrativa de la modernidad estableció categorías: la de salvajes para referirse a los más pobres y la de civilizado para nombrar al que, según las lógicas de la elite, era la persona estudiada, educada y, por si fuera poco, en la mayoría de los casos blanca, clase media y católica, clasificaciones remarcadas con mayor fuerza en  países como Argentina, que históricamente se ha pensado como una nación blanca, aunque para ello tuviese que librar batallas como la Conquista del Desierto, acción con la que prácticamente se exterminaron a los indígenas de la Patagonia.

En Venezuela son comunes las divisiones entre el norte y el sur.Que un pobre circule por el norte es visto bajo sospecha. En el campo religioso, si un pobre practica algún culto fuera del catolicismo o pentecostalismo evangélico, es acusado de brujo y diabólico, por mencionar detalles de mi trabajo etnográfico.

Observamos que el saber sigue estando ligado a un poder que lo autoriza. En este sentido, debemos poner en cuestión a la propia ciencia, la relación del objeto con el método científico. Si bien no hay salidas fáciles, creo que debemos reflexionar sobre la mirada que hacemos de los subalternos, por lo que es necesario reforzar nuestra responsabilidad con la existencia del rigor. Quizá, en este sentido, es la antropología la ciencia que más se acerca al componente dialógico que debe rescatarse. Tenía razón Ruth Benedict cuando afirmó que la antropología permite un mundo más seguro para esa otredad que debe ser reconociday visibilizada. En países como Venezuela o empezamos a reencontrarnos y comprendernos, o la reconstrucción y expulsión de quienes destrozaron este país, se hará cada día más cuesta arriba.




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