Ana llama a Rubén y le dice que saldrán esta tarde a protestar. No estarán solos, muchos de los que estuvieron ayer ya confirmaron. Se ha perdido el temor y se siente que el espíritu grita, convoca, más allá de las voces de la prudencia para decir ¡Alto! a lo que se repudia, a lo que no se quiere.

Y es que no hay mayor signo de libertad para un joven que poder expresar abiertamente lo que acepta o rechaza, con su sentimiento fresco y puro, genuino e indómito. Como lo hace con el primer beso del amante pretendiente. Como lo hará con quien quiera imponerle grilletes de vida, en  forma de régimen, buscando robarle su esperanza al querer perpetuarse en el poder más allá del mismo escrutinio de las mayorías.

Han sido demasiados abusos en estos tiempos. Una sucesión interminable de  arbitrariedades e infamias. ¿Puede un alma noble resistir sin perder la dignidad tanto atropello?

Por ello, no es que grita para ser rebelde, es que el joven grita por ser rebelde. Porque no acepta lo que considera injusto y no comparte lo que está viviendo. Porque no puede convenir en una espera indefinida en su camino hacia la libertad y no puede entregar su virtud a quienes han traído en el ejercicio del poder, miseria y sufrimiento para los que ama.

Han pasado generaciones. Han trascendido vidas, algunas más allá de lo terrenal, y aunque su presencia física se volvió ausencia, regresan cada cierto tiempo a recordarnos lo que decían cuando cayeron. Regresan con esta lluvia de abril, que golpea la tierra marrón que traga el agua presurosa, como la garganta seca un país sediento de justicia.

Y es que esta pasión de Viernes Santo no puede quitarme de la frente las espinas clavadas de los ángeles caídos, de esos muchachos, tuyos, míos, nuestros. Sus nombres suenan como campanas de mil decibeles en el oído medio de nuestras conciencias, nos golpean los tímpanos y nos hacen perder el equilibrio en laberintos de dolor e indignación.

Jairo Daniel, Miguel, Bryan, Gruseny, Yey. Nombres que se unen a los de nuestras inolvidables Génesis y Geraldine, entre tantos otros ángeles caídos que luego levantaron sus vuelos, más allá del tiempo y del espacio, a ese lugar donde no hay principio ni final, a los mismos umbrales de la Gloria de Dios.

Nombres que suenan en el viento junto al de mi hermano Luis Fernando, apagada su luz en esta Semana Santa por una bala disparada desde la oscuridad, esa que ha envuelto al país, esa que insiste en meterse en nuestra ilusión compartida, que se resiste a ser enviada a empujones al sendero que conduce al despeñadero de la desesperanza.

Viernes Santo, viernes de Pasión y Muerte. Silencio en la tarde calurosa que se interrumpe cuando las consignas de los insurgentes anuncian partos con dolor, pero partos al fin, de una nueva etapa de nuestra historia, de un tiempo nuevo de justicia y paz. Porque de cada pasión, de cada muerte, vendrá una resurrección, esa resurrección de la carne, de las causas nunca olvidadas, de los sueños conservados en un baúl del alma con las trancas rotas hace tiempo.




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