Las sociedades que entregan a sus ciudadanos la mayor cantidad de prosperidad, paz social y calidad de vida han encontrado su propio camino a partir de unas cuantas verdades universales cuidadosamente adaptadas a su realidad cultural: es así como el capitalismo japonés es más japonés que capitalismo, y la seguridad social escandinava es primero sueca, noruega o danesa y después seguridad. En la misma línea, el libre mercado norteamericano no es un invento abstracto diseñado en un laboratorio, sino una expresión más de la cultura colectiva de ese país.

A pesar de la abundante evidencia, el impacto de la cultura sobre los grupos sociales –organizaciones, sociedades, naciones- no ha sido valorado debidamente, y con frecuencia se toma como una curiosidad folklórica sin mayor relevancia en el mundo real. Quizás ocurre que la cultura en las sociedades humanas está tan entretejida dentro de las decisiones, desde las estratégicas hasta las de todos los días, que no hay, o no parece haber, una verdadera consciencia de su importancia como centro y origen de muchas –y muy importantes- cosas.

Para las naciones en crisis, sustraer a la cultura del debate político, económico y social bloquea la necesidad de cambios: permite simular que hay intenciones de solucionar los problemas a través de ensayos y pruebas de la más diversa índole (programas de asistencia económica, ensayos electorales, caridades, intervenciones, etc.), mientras que evita las transformaciones ahí donde duele; esto es, en la profundidad de las creencias y valores que se interponen en el camino a la prosperidad y la mejora en el nivel de vida de los ciudadanos. Cuando se argumenta que la cultura no tiene que ver con la pobreza ni con las dictaduras se le está haciendo un gran favor a la conservación de un status quo perverso.

Desde la Gran Vía, los campos Elíseos o Central Park, un observador no involucrado –y muy a menudo, poco informado- puede imaginarse escenarios sencillos y homogéneos entre capuchinos y agua mineral: los países subdesarrollados necesitan más democracia y más mercado para salir de su atraso, pero hay una cúpula política –o militar o religiosa o económica, pero nunca cultural- que se opone a los cambios porque éstos amenazan sus privilegios. Por lo tanto, si se reemplazara a la cúpula malvada por una más moderna y liberal, se organizaran unas elecciones supervisadas, se redactara una constitución moderna y se aplicara la debida presión, el asunto tendría que progresar. Solo hay que darle tiempo al proceso.

El detalle es que las recetas universales, los buenos deseos y hasta las invasiones son a menudo insuficientes para imponerse a la cultura colectiva. Sencillamente, es muy difícil que una sociedad se comprometa a jugar con unas reglas que no le pertenecen y que, inclusive, pueden llegar a contradecir algunas de sus creencias más valiosas. Aunque exista una élite local –en muchos casos ajena o fuera de sintonía con las realidades de la gente- con valores liberales y democráticos, y a pesar de la presión externa que se pueda ejercer, las brechas culturales casi siempre terminan por resolverse a favor del terreno conocido y en contra de las ideas exógenas.

Hace 30 años, en Venezuela se ensayó un «gran viraje» que hizo el intento de modernizar al país y convertirlo en un territorio descentralizado de libertades y democracia. Como en un trasplante de órganos en el que no hay compatibilidad entre donante y receptor, la sociedad se opuso y terminó apoyando al caudillo “culturalmente compatible” que acabó con todo. Cuando la dictadura se vaya, habrá que ir a un nuevo gran viraje, de mucha mayor envergadura que el de 1989. Y será necesario un esfuerzo faraónico para intervenir los sistemas de valores del colectivo y asegurar que la nueva República tenga una mínima probabilidad de éxito.




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