Laura Clisánchez

@mlclisanchez

Queremos trabajar, déjennos trabajar”, suplican los indígenas que habitan en Cañaveral, al borde del vertedero de basura a cielo abierto de Ciudad Guayana, abierto hace siete años.

El intento de relleno sanitario es el refugio y la esperanza de 238 indígenas jivi y waraos provenientes de distintas comunidades del Delta del Orinoco y Bolívar, 70 de ellos menores de edad, de acuerdo con un censo realizado por Correo del Caroní.

Una carretera de tierra atraviesa el primer trecho de la entrada del basurero. Los montones de desechos apilados de lado a lado marcan la ruta mientras el vuelo de los zamuros hace sombra a los caminantes.

La zona más productiva del sector indígena es fácil de reconocer por la hilera de sacos de lona llenos de plástico, y los montones de chatarra recolectadas en jornadas laborales que superan las 15 horas diarias.

168 indígenas viven en el vertedero en tiendas improvisadas | Infografía Roberth Delgado

Llega un punto en el recorrido en el que ningún vehículo, salvo una compactadora, puede seguir avanzando por la principal vía de acceso a los caseríos porque el camino queda sepultado entre una mezcla de basura y barro que succiona los zapatos de todo el que pasa. A pico y pala, los residentes despejan el camino para abrir paso a la maquinaria pesada y los camiones que llegan de empresas privadas para comprar chatarra y plástico.

Durante años Ciudad Guayana ha tenido una nula política de disposición final de desechos sólidos. Aunque el exgobernador Francisco Rangel Gómez prometió para 2016 un relleno sanitario funcional, la urbe todavía está lejos de adecuar el vertedero a cielo abierto que es la fuente de ingreso y hogar de más de 200 personas.

La novedad: En mayo, el vertedero inició un proceso de privatización. Una empresa propiedad del empresario Mario Yánez liderará el aprovechamiento de los desechos. A Yánez se le otorgó una concesión de 10 años.

Recolectores y compradores indígenas y criollos solo piden una cosa de la nueva gestión: Ser incluidos en la privatización del vertedero y que se les permita trabajar.

Aunque vivir en un vertedero tiene consecuencias para la salud y va contra la ley, es para algunos la única opción para sobrevivir en tanto el Estado no intente, con políticas públicas, evitar la migración de los indígenas a zonas donde se exponen a la explotación laboral.

Más de una década huyendo

Huyendo del hambre y el desempleo, los indígenas forjaron en este vertedero una nueva dinámica de vida que desplazó las formas de subsistencia originales como la pesca, la siembra y el cultivo de palma de moriche. Aquí, quien no recolecte chatarra, plástico y ropa, ni come ni se viste y probablemente andará descalzo.

La migración masiva hacia los vertederos a cielo abierto en Ciudad Guayana inició en 1960, cuando la Corporación Venezolana de Guayana (CVG) cerró el caño Manamo, cuerpo de agua del Delta del Orinoco, para abrir paso a un proyecto agrario que fracasó y alteró el ecosistema.

Aunque la visión del proyecto era lograr que Guayana –en ese momento en pleno desarrollo industrial- fuese en el futuro una región que pudiese autoabastecerse, el cierre del cuerpo de agua solo causó daños irreversibles que acabaron con las fuentes de alimento de los indígenas del delta occidental del Orinoco.

En un principio, los indígenas migraron al vertedero de Cambalache, un asentamiento ubicado a las afueras de Ciudad Guayana. Luego, en 2014, el exgobernador del estado Francisco Rangel Gómez ordenó la clausura del vertedero tras las protestas de los habitantes del lugar.

Al vertedero a cielo abierto lo trasladaron hacia Cañaveral, a las orillas del río Orinoco en un área próxima a las empresas básicas de la zona industrial Matanzas.

Los indígenas huyeron del hambre y la falta de empleo, pero también de la alta incidencia de enfermedades como la malaria, sarampión y VIH. De hecho, el Delta del Orinoco supera la media mundial en tasa de contagio por VIH en comunidades indígenas, que también se enfrentan a una cepa más agresiva del virus. Familias enteras se desintegraron ante la muerte de más de un miembro de la familia a causa de la enfermedad, por falta de diagnóstico, tratamiento oportuno y continuo, y una política de prevención de enfermedades infecciosas adaptada a la cultura indígena.

Aunque el Estado se autodenomina pluricultural y protector de los pueblos indígenas, la condición de estas comunidades nunca ha mejorado.

“Nuestro lugar es el conuco y la pesca”

“En el Delta, de donde venimos la mayoría, hay tanta pobreza que muchos indígenas se quedan tirados en sus chinchorros porque no tienen ropa para ponerse, están desnudos”, dice con tristeza José Miguel Renold, capitán general del pueblo warao en el vertedero.

Renold vivió la mitad de su vida en Las Galderas, una comunidad ribereña del municipio Angostura del Orinoco a 32 kilómetros aproximadamente del vertedero, a menudo olvidada por los gobernantes.

Después de años de ir y venir, los indígenas tienen algo claro. Quieren un plan gubernamental que les permita salir del vertedero, quieren no tener la necesidad de meter sus manos a diario en la basura, ni preparar comida vencida o contaminada para sus hijos.

Cuando ve llegar a la prensa al sitio, lo primero

 que el capitán Renold intenta es difundir un proyecto al que se aferra con ganas: un modelo agroproductivo para sacar a los indígenas del vertedero y generar fuentes de trabajo para ellos desde la agricultura, piscicultura, venta de artesanías y capacitación en otros oficios, si el Estado accede a financiarlo.

“Queremos ir a Caracas, al ministerio indígena para presentarlo. Nos hemos reunido y estamos puliendo los planteamientos. Queremos que nos escuchen, queremos no tener que venir al vertedero”, expone con firmeza. 

Luego, aborda la desatención que sufre su comunidad, el restringido acceso a la salud, fuentes de empleo y educación para sus hijos. “Nos vinimos porque no teníamos quien viera por nosotros”, dice.

Relata que, en Las Galderas, muchos indígenas –él incluso- recibieron cursos para cultivar las tierras en una iniciativa del Ministerio de Pueblos Indígenas en alianza con Cuba. Pero cuando los promotores se fueron de la zona, hace nueve años, los indígenas quedaron a la deriva porque no fueron reubicados en un sitio que les generara alguna fuente de ingreso. “Ahora nos alimentamos con lo que sale del vertedero”, señala.

De la mina a Cañaveral

Al llegar a Cañaveral, los indígenas recién llegados se asientan a la orilla del río, justo frente a la vista del puente Orinoquia. Ahí se refugian en unas siete edificaciones de palo y plástico con las curiaras de lado a lado, y algunos estantes donde ponen todos los utensilios de cocina que consiguen en el vertedero.

La etnia más numerosa en el vertedero es la warao, pero también hay una población de 78 indígenas jivi distribuidos en unas 30 familias asentadas a unos cuatro kilómetros de la entrada del vertedero.

Al vertedero también se acude a recolectar alimentos y ropa. En junio, un camión desechó gran cantidad de mortadela vencida.

José La Rosa, de 43 años, es el capitán jivi de Cañaveral. Aunque nació en Puerto Ayacucho, estado Amazonas, La Rosa tiene al menos 10 años en un ir y venir entre Caicara del Orinoco, sur de Bolívar y Ciudad Guayana en busca de una cantidad de ingresos que le permitan a él y a su familia sobrevivir a la hambruna de su pueblo natal.

La Rosa está varado en Cañaveral desde hace seis meses porque lo que gana recolectando chatarra y plástico no es suficiente para costear el pasaje terrestre hasta Caicara del Orinoco, a seis horas por carretera de Ciudad Guayana. Le cobran 20 dólares.

Desde 2011 hasta apenas el año pasado se dedicó a la minería artesanal. En principio, dedicó seis años de su vida a la minería de oro en El Dorado y en el Kilómetro 88 del municipio Sifontes, en donde estuvo hasta 2019. Luego optó por minar diamante para los criollos en Guaniamo, un pueblo minero en el municipio Sucre.

El ingreso era bueno. Lo que lo hizo desistir del oficio fue que pasaba más tiempo con paludismo que sano, además de que presenció cómo la industria del diamante comenzó a desplazar a la minería artesanal en la zona. Entre sus hermanos indígenas escuchó que en el vertedero de Cañaveral se conseguía “buen dinero” y ropa, por lo que gastó los 600 dólares de su liquidación en el pasaje hacia Cañaveral.

Hay quienes llegan para quedarse y quienes luego de recolectar suficiente comida y ropa por meses, emprenden su regreso al Delta, como Odalia Crimón, su esposo Alfredo Campero y sus cinco hijos de dos, seis, siete, ocho y 11 años de edad.

A la familia le esperan unos dos días de navegación hacia su hogar en Bella Vista, en el Bajo Delta. Tras cuatro meses de trabajo lograron recolectar ropa, cuatro kilos de pasta y arroz, tres de harina y cuatro mortadelas -vencidas desde mayo- para el camino. “Con esto completamos la yuca y el ocumo que sacamos de allá”, dice Alfredo contento, como quien no ve lejos dos días de navegación si es que el cielo se mantiene despejado y el agua en calma. Cuando el río está embravecido por la lluvia, hay que estacionarse hasta que escampe, lo que retrasa el viaje.

Depender de un trabajo subpagado

Chancletas de plástico dispares no sin antes forrarse los pies con al menos un par de medias –si es que consiguen entre la basura-, son la única indumentaria que protege a los recolectores de desechos. Sin embargo, la mayoría trabaja descalzo entre pilas de basura, incluidos residuos hospitalarios, industriales y químicos.

Con fuego queman basura para abrir espacio y sacar chatarra, aunque eso los exponga a serios problemas respiratorios.

A los lados de la principal vereda del vertedero, están los caseríos indígenas, una fila desordenada de edificaciones de palo, que tienen por techo trozos de lámina plástica azul que, en otro tiempo, eran los forros de la fosa del desvalijado relleno sanitario que no ha funcionado.

Mientras los más grandes trabajan, los niños diseñan con ingenio sus propios juguetes a partir de los desechos que consiguen. Para ellos tampoco es un lugar seguro. Están expuestos a sufrir enfermedades relacionadas a la contaminación por basura, como diarrea, vómitos e infecciones respiratorias. Suelen ser un blanco fácil de enfermedades porque la mayoría de la infancia en el vertedero está desnutrida.

Entre desechos industriales, químicos y hospitalarios, los indígenas trabajan sin un mínimo de indumentaria de seguridad

Mientras los niños juegan a su alrededor, Naurelia Torres, una adolescente de 13 años que trabaja en el vertedero desde hace seis meses para ayudar a su familia, relata que quiere irse del vertedero lo más pronto posible para volver a su casa en Tucupita, estado Delta Amacuro, pues es en la capital deltana donde están su escuela y sus amigos. Aun así, admite con desánimo que, pese a que en Cañaveral no puede estudiar y debe vivir entre basura, zamuros y putrefacción, en el vertedero se está “mejor” porque hay comida, ropa y trabajo.

Estima que su estadía se prolongará por más tiempo del esperado, pues su abuela, Karla Jiménez, fue detenida hace más de tres meses por un par de guardias nacionales que la acusaron de contrabandear material estratégico.

Desde febrero de 2021 por decreto del Ejecutivo nacional, todo material que se recicle, es material estratégico y su contrabando puede ser penado con entre 8 y 10 años de cárcel. En el vertedero, ese decreto se cumple a conveniencia de los funcionarios públicos.

La autoridad indígena de la zona desconoce el estatus de Jiménez. “Para sacarla hay que pagar, y para pagar hay que trabajar”, dice Naurelia. Los indígenas no se enfrentan solo al trabajo forzado, sino al riesgo de ser detenidos sin garantías de legítima defensa que respete, incluso, su idioma.

Al lado de Norelia, está Ángel Estrella, un joven de 15 años que también llegó al vertedero para conseguir ropa para él y su familia. Es huérfano de madre y desde entonces intenta trabajar codo a codo con su padre. De vez en cuando, cuando la pesca y siembra de ocumo no es suficiente en Moina, también en Delta Amacuro, él y su padre regresan al vertedero, aunque, esta vez, el adolescente viajó solo en curiara.

Último eslabón de la cadena

Sentado sobre la arena del río Orinoco, en lo que antes era el asiento de un carro, el joven relata con pocas palabras que le falta solo una semana para regresar a su casa. Tiene esperanza de que en ese plazo de tiempo su grupo de trabajo podrá recolectar una tonelada de chatarra. Hay que cazar el metal en pilas de basura o en el cerro Pico-Pico, donde las empresas de la CVG echan los residuos de la producción de metal pesado.

La cadena de producción del vertedero es así: hay doce compradores de plástico y chatarra autorizados por la empresa que dirige el aprovechamiento de residuos. Tres de ellos, indígenas.

Cada comprador autorizado compra los desechos a los recolectores como Norelia y Ángel, y les paga la tonelada de metal a 3,8 dólares con bolívares en efectivo. Luego revende el material a la empresa que tiene la concesión del vertedero por al menos 80 dólares la tonelada. 

Para los indígenas los ingresos alcanzan para lo esencial. 

En el vertedero se trabaja entre 5 y 12 horas diarias para recolectar chatarra y plástico. Los recolectores ganan apenas 3 dólares por tonelada

Con lo que ganan se movilizan hasta Cambalache o San Félix por vía fluvial o terrestre para comprar artículos de higiene personal y comida que normalmente no podrían adquirir en su asentamiento original. La distancia suele ser de media hora hasta Cambalache, y una hora hasta San Félix.

El contrabando de piezas de hierro que pertenecen a la Siderúrgica del Orinoco (Sidor) es uno de los principales negocios del vertedero, una práctica que el gobierno nacional no ha erradicado. A veces, el material robado de las empresas básicas pasa por chatarra porque quienes lo roban, queman y pican el metal para poder subirlo a los camiones autorizados.

Mientras eso sucede, el vertedero va rumbo a la privatización. El director regional de Minec y secretario de ambiente de la Gobernación de Bolívar, Jessiel Gascón, destacó que por el momento no puede revelar el nombre de la empresa privada que se encargará del vertedero.

De acuerdo con él, unas 10 empresas invierten en desechos como chatarra y plástico que indígenas y criollos recolectan, y ahora están afiliadas a la empresa de Yánez. Los indígenas son el último eslabón de la cadena de producción.

“A mí me dieron una concesión por 10 años para poner a funcionar el relleno sanitario. Muchos de quienes ahora trabajan en el vertedero serán incluidos en el nuevo plan de desechos”, dijo el empresario Yánez. En el proyecto de privatización no hay plan concreto para los indígenas más allá de jornadas sociales esporádicas, “pero estoy pendiente de apoyar su propuesta”, prometió.

Muy poco cambia la realidad para los pueblos originarios que habitan en el vertedero, pero cada vez que acude la prensa hacen incansablemente la misma petición al Estado: “Financien el proyecto agroproductivo para que no tengamos que venir aquí, o déjennos trabajar”.




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