La pandemia no termina de terminarse. Bajan los contagios en un sitio y rebrotan en otro. Se abren las fronteras, los hoteles y los bares en época de vacaciones y a los 30 o 60 días hay que volverlos a cerrar porque las aglomeraciones y la natural tendencia a reducir la distancia personal que tiene la especie –sobre todo en los días de ocio o con unos tragos encima- multiplica las rutas para que el Covid19 se pase de unos a otros. La gente se aburre con los encierros y se cansa de las pantallas. El que puede sale a la calle, pero tiene que resignarse a ver a sus congéneres enmascarados, apenas mostrando las emociones con ojos y cejas, y por lo general evitando la cercanía. Uno no termina de acostumbrarse a este extraño estado de cosas, que ya va para un año muy largo y aún tiene camino por recorrer.

Las vacunas parecen estar haciendo su trabajo, pero puyarle dos dosis de inmunidad –o una, como es el caso de la Johnson & Johnson- a más de 7 mil millones de personas en todo el planeta no es una tarea que se despacha en unos días ni en unas semanas. Además, el mismo hecho de que la solución esté ahí, a la vista, aumenta la presión y el “a ver si terminamos con esto de una buena vez”, lo que paradójicamente se traduce en mayor impaciencia de la que había cuando no existían mejores opciones que el confinamiento.

La campaña mundial de vacunación va, por supuesto, a diferentes velocidades, dependiendo de las dosis que se haya asegurado cada país, de la logística que se haya montado y de las decisiones políticas que se hayan tomado, o se hayan podido tomar. Israel lleva la delantera con 111 dosis administradas por cada 100 personas, lo cual no quiere decir que el 100% de la población haya recibido al menos una dosis, ni tampoco que el 55% haya recibido las dos dosis; la cifra real está en el medio de los dos supuestos. Siguen los Emiratos Árabes Unidos con 71 dosis por 100 habitantes, Chile con 42, el Reino Unido con 40 y Estados Unidos con 35. Europa anda por 12 dosis inyectadas por cada 100 personas, Brasil en 6, México en 4 y Venezuela en 0,04 (datos tomados de la página Our World in Data, corroborados con el New York Times).

Por una razón o por otra, nuestra atención siempre termina fijándose en Venezuela. El número de dosis administradas en el reino del chavismo es 100 veces menor que en países con gobiernos de América Latina que han sido negacionistas de la pandemia, como Brasil y México, y que comenzaron la vacunación con mucho retraso. Si se estima la población de Venezuela en 28 millones de habitantes, resulta que apenas se han inyectado unas 11 mil dosis a la fecha. Y todos sabemos que esas dosis fueron para miembros del gobierno y de las fuerzas armadas, diputados, funcionarios del chavismo, enchufados y militantes del Psuv.

La gente que vive en Venezuela reporta en las redes y en contactos personales que los casos reales de Covid19 le tocan cada vez más cerca. Las estadísticas personales tienen tiempo registrando un crecimiento que parece exponencial y que por supuesto no coincide con las cifras moderadas que ofrece el régimen (de las que uno por principio debería tener serias dudas). Este incremento percibido de casos, sumado al bajísimo índice de vacunación y al hecho sabido de que a los rojos no les preocupa el bienestar de la población ni los enfermos ni los muertos (hecho suficientemente comprobado en 22 años de desmadre), debería llevar a cada quien a plantearse su propia estrategia de protección y a maximizar los cuidados ante la pandemia: a confinarse, a mantener las distancias mientras se pueda y a evitar las aglomeraciones (también mientras se pueda, porque son muchas las colas que no son evitables). Y sobre todo a organizarse por vecindades o por calles o como sea para tener redes de apoyo que puedan responder y ayudar, sabiendo que se vive en un país donde el gobierno solo responde cuando se trata de mantener el poder.




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